La abertura que deja el velo es mínima. Lo justo para ver unos ojos oscuros donde, de pronto, nace una lágrima que desaparece perdiéndose por una mejilla oculta por el pudor islámico del niqab, la vestimenta que lucen los musulmanes más ultraconservadoras y que cubre rostro, cabello, cuerpo y manos.

Bajo ese caparazón de tela hay una mujer destrozada. Rashida, la madre de los hermanos Abdelfetá y Ayub Raydi, no consigue salir de la pesadilla en que vive desde que, el 11 de marzo, Abdelfetá, el segundo de sus siete hijos se suicidó activando un cinturón de explosivos en un cibercafé de Casablanca. Por si con esa tragedia no fuera bastante, el lunes fue Ayub, el tercero de sus hijos, el que se quitó la vida como un kamikaze.

Más gente que metros

"La policía me había dicho que mi hijo iba a hacer algo. Por eso, tan pronto como dijeron que había habido una explosión, supe que había sido Ayub", explica desde un rincón de la chabola en que habita en el suburbio de Dar Skuela.

En esa vivienda, el número de personas que allí viven supera a los metros cuadrados. Junto a Rashida, la madre, viven Uzmán, Nabil, Mehdi y Saad. En total, cinco personas en una barraca que apenas supera los cuatro metros. Aunque Rashida lleva en el barrio desde hace 28 años, se mudaron a esa chabola hace cinco. La compraron por 350 euros después de que el marido de Rashida y padre de los niños los echara de casa.

El habitáculo está dividido en dos partes. Un entrada minúscula donde hay una especie de lavadero en miniatura sobre el que se apoyan cuatro cacharros de cocina. Después, con una tabla atravesada para evitar que entre el agua de la calle, hay una habitación cubierta enteramente de mantas donde toda la familia duerme y ve la tele pues, en una estantería de la pared, descansa un pequeño televisor conectado, como no, con una parabólica. La puerta es una tosca plancha de madera y la cerradura es un simple candado.

Mientras su madre habla, los más pequeños miran embobados las macabras fotografías de los restos mortales de su hermano, rostro incluido, que ayer publicaba la prensa marroquí. "¿Es él?", pregunta Mehdi pues no ven a su hermano Ayub desde hace siete meses. "Sí, es él", responde cansado Uthman, de 17 años, que asume el rol de hermano mayor pues Murad, el primogénito, está en la cárcel.

Ni la religión, ni la política, ni Al Qaeda. Rashida, de 45 años, tiene claro quién es el culpable de sus desventuras. "Mi marido tiene la culpa de todo. Nos pegaba a mí y a mis hijos. Fue él quien nos obligó a abandonar la escuela y quien nos echó de la casa en la que vivíamos dejándonos tirados en la calle", cuenta enfurecida.

Ahora, todo Marruecos habla de sus dos hijos, los hermanos kamikazes. "Cuando oigo que la gente habla así de ellos, me duele muchísimo. Pero no puedo hacer nada, así que me aparto y me voy", cuenta. Pese a que presuntamente Abdelfetá y Ayub preparaban atroces atentados y que se suicidaron como terroristas kamikazes, Rashida no reniega de ellos. "Hayan hecho lo que hayan hecho son mis hijos y tengo que aguantar", dice estoica. "Mis hijos son todo lo que tengo", comenta, empleando una y otra vez el término sabar (resignación, en árabe).

Visitantes impuros

De todos modos, a Rashida, que vive en una concepción ultraconservadora de la religión islámica, nuestra presencia en su casa le incomoda. "Dice que vosotros, como no sois musulmanes, no sois puros", explica Murad, el traductor.

Pese a todo, se muestra correcta pues la tradición de hospitalidad marroquí pesa demasiado. Uzmán es algo más locuaz. "Abdelfetá no me gustaba, era muy nervioso e inestable. En cambio, Ayub era distinto. Era amable y cariñoso. Nunca imaginé que iba a hacer lo que hizo", explica.

Uzmán reconoce que no estudia y que, aunque antes trabajó en un taller de soldador, ahora no tiene empleo. Cuando se le pregunta qué le gustaría ser en un futuro muestra una sonrisa rota y musita: "Me da igual el empleo que haga mientras me permita tener una vida digna". De todos modos, ahora su prioridad es distinta. "Solo quiero marcharme de aquí".