Las seis primeras noches tras el terremoto que enterró bajo los escombros la vida de su marido, Lamerci Dominique durmió en las calles de Puerto Príncipe, refugiando bajo el cielo sus miedos, a su hijo de 11 años y al bebé que lleva en sus entrañas. Sin esperanza, esta embarazada de siete meses, viuda a los 31 años, salió el lunes de la ciudad y se sumó al exilio interno que está promoviendo el Gobierno haitiano y han emprendido por su cuenta miles de personas, un éxodo que ha dado la vuelta a décadas de emigración rural a la capital. Según cifras oficiales, más de 235.000 personas han abandonado Puerto Príncipe usando el transporte gratuito facilitado por las autoridades, aliviando los problemas para mantener atendidos a quienes viven en la calle en Puerto Príncipe (692.000 personas según el Gobierno, más cerca del millón que manejan otras fuentes). El departamento de Artibonite, justo al norte, ha recibido el mayor influjo, pero el éxodo no apunta en una sola dirección.

DESDE EL CIELO, EL PARAISO Dominique, por ejemplo, escogió como destino Les Cayes, una localidad de unos 300.000 habitantes, 193 kilómetros al suroeste de Puerto Príncipe, fácil de confundir con el paraíso si se mira desde el cielo al llegar en avioneta al pequeño aeropuerto Simon Antoine, pero cuando se recorre a pie se ve como otra muestra de la pobreza de las zonas rurales.

Dominique tiene familia aquí, pero "son demasiado pobres" para acogerla y se ha instalado en un campamento junto a un orfanato, un alojamiento de lujo comparado con los improvisados campos de desplazados de la capital. Este tiene decenas de amplias tiendas de campaña y una que ejerce de clínica, con tres internistas y 12 enfermeras.

La limpieza, el orden y la paz del campamento pueden llamar a una idea equivocada, pues ni muchos menos Les Cayes está preparado para recibir oleadas masivas de gente. Los hospitales están desbordados de gente que ha traído sus graves heridas como equipaje, gente como Furenel, un muchacho de 15 años al que le han amputado la pierna derecha por debajo de la rodilla y que, pese a tener como único calmante poco más que una aspirina, el domingo sonreía y decía: "Hoy no duele tanto".

La situación no es fácil en Les Cayes y lo saben bien personas como Gary McLaughin, un misionero evangelista que, con su esposa Marilyn, lleva cinco años viviendo en esta localidad. Aquí solo cayó un edificio y no se espera que la ayuda llegue en una o dos semanas. El hambre y las necesidades, sobre todo con los desplazados, no esperan tanto. "Tenemos que ocuparnos de los que llegan o las cosas se pondrán peor para todos", alerta McLaughin, que viajó el domingo a Puerto Príncipe a recoger algo de comida en avioneta, regresó a Les Cayes para repartirla y ayer volvió a salir para hacer por carretera un viaje de cuatro horas hasta la capital, recoger más provisiones y a gente que no pueda permitirse el viaje.

VOLUNTARIOS NO RELIGIOSOS Redes de ayuda como esta son imprescindibles y se apoyan también en voluntarios que no son religiosos pero han encontrado una vía de asistencia directa en la iglesia de McLaughin y su esposa. Aquí está, por ejemplo, Richard T. McGlaughlin, un especialista de Alabama en enfermedades del aparato digestivo que cogió su avioneta y se vino a Les Cayes a trabajar. "Falta de todo", contaba el domingo tras otra intensa jornada que había pasado desde el puro horror de los "desenguantes" (retiradas de piel) hasta la alegría de una cesárea exitosa.

Está también Andrew Diffley, un experto en demolición de edificios de Delaware que encontró información por internet, se subió a su Pipper Aztec y empezó a surcar los aires de Haití transportando todo lo que su avioneta puede transportar.

Ambos duermen en una casa de los McLaughin donde la anfitriona es Amy Long, otra misionera. Esta estadounidense de 31 años intenta pasar cada día por la clínica, donde no le hace falta tratar de evangelizar porque son los enfermos quienes le van a buscar. El domingo, una mujer le pidió que rezara con Furenel. Ella cogió la mano del adolescente mientras él se abrazaba a un peluche. Oró en criollo. Al acabar, se escuchó un unísono amén, y Furenel se puso a dormir, no sin antes despedirse con una sonrisa. Hoy, realmente, no debía doler tanto.