La choza en la que vive Him Huy está a hora y media de Phnom Penh, a través de una carretera estriada y polvorienta con casas de madera a sus márgenes y niños que juegan desnudos. En ese marco, la choza de Him destaca por abajo. Sus nueve hijos juegan entre gallinas. Son misérrimos. Su hija susurra que tienen un mal karma por lo que hizo su padre. Su padre fue verdugo a las órdenes de Duch en S-21, el principal centro de torturas jemer.

La historia de Him es común en las guerras civiles: le eligieron el bando. Fue reclutado cuando una guerrilla que luchaba contra el corrupto Gobierno de Nol Lon llegó a su pueblo. Him acudió a una batalla tras otra hasta que huyó. Lo encontraron y amenazaron con matarlo si reincidía. Acabada la guerra, Him era afortunado: estaba en el bando ganador. Pero su huida no se había olvidado.

"´Tienes un problema, lo verás cuando llegues al centro´, me dijo un jemer. Al llegar a S-21 me dieron palizas durante tres días", recuerda. Después le encargaron vigilar a presos. Al principio eran unos 50, pero en 1977 superaban ya los 600. El tránsito era febril: tras una media de tres a seis meses, eran llevados al campo de ejecución de Choeung Ek. Him era entonces conductor de los convoyes de la muerte: dos o tres a la semana, con una veintena de prisioneros. En Choeung Ek han sido desenterrados 9.000 cadáveres de 89 de las 121 fosas censadas. Un número indeterminado son obra de Him.

"Un día, Duch me preguntó que a cuántos era capaz de matar. ´A mil´, contesté sin dudar. ´¿Solo a mil?´, dijo. Me cabreé mucho. ´No, mataré a más de mil´, respondí. En el primer viaje tuve miedo, pero temía más a Duch ", explica. El equipo de ejecución lo formaban 10 personas, cada uno con su función: niños, mujeres u hombres. Los camiones salían a medianoche, después de informar a los prisioneros de que iban a ser liberados.

"Les bajábamos del camión, les atábamos las manos a la espalda, les vendábamos los ojos y les arrodillábamos en paralelo a la fosa. Muchos me imploraban que no les matara. Yo me colocaba detrás y les daba un golpe en el cuello con una azada. A veces eran necesarios dos. Un compañero les acababa de degollar con un cuchillo", cuenta.

Del apenas metro y medio de Him destacan sus manos, gigantes, nervudas, castigadas por la tierra. Con los vietnamitas cerca, Him se enteró de que Duch había matado a varios verdugos. Pensó que quería eliminar testigos y huyó a su pueblo. "Mi familia lo sabe, pero nunca hablamos de eso. Tardé muchos años en desvelárselo a mi mujer. No dijo nada. No sé si comprendió mis razones. Mi hijos tampoco preguntan".

"Olor a sangre"

Solo la cúpula de los jemeres será juzgada, no los cargos intermedios ni guardias. Se entiende que solo cumplían órdenes. " Duch me obligó a matar. Hice cosas que no podré olvidar en mi vida. Aún recuerdo el olor a sangre tras las matanzas. Que le condenen. No lo haría de nuevo, preferiría que me mataran. Me ha arruinado el karma. Desde entonces me esfuerzo en mejorarlo con buenas obras", afirma.

Him simboliza las dificultades de la reconciliación de la sociedad camboyana. ¿Fue una víctima o un verdugo? ¿Esos campesinos desheredados y analfabetos merecen lástima o, en cambio, repudio? ¿Fue inducida su violencia? Si Him no hubiera matado a miles, sus nueve hijos no existirían.

Al despedirme, Him Huy insiste en que contrate a su hijo para conducirme a la ciudad. Cuando me niego, sugiere a mi intérprete que me amenace con violencia para convencerme.