Mientras que las guerrillas permanecen agazapadas en las montañas, las calles de las ciudades de México viven una realidad diaria de violencia exacerbada. La pobreza y la falta de trabajo, agudizadas bajo la crisis económica, provocan un aumento constante de la delincuencia, con asaltos y secuestros que ya no se dirigen solo contra los pudientes, sino que se han generalizado hasta llegar a pueblos y barrios humildes. Y además hay una guerra que deja más de 20 muertos al día.

La guerra contra el narcotráfico, desatada hace casi tres años por el presidente, Felipe Calderón, provoca que avisperos de sicarios se muevan por el país, se peleen por nuevas rutas y mercados, desaten auténticas batallas con armas de alto poder, y dejen un rastro de ametrallados, cocidos en ácido o cabezas cortadas. Esa guerra, con 30.000 soldados movilizados, no ha hecho más que empeorar la desprotección de las comunidades más aisladas; la impunidad que el fuero castrense brinda a los militares permite que soldados de pocas luces torturen, violen y maten a su antojo.

El marco político que adorna este panorama no resulta más prometedor. La caída del viejo Partido Revolucionario Institucional (PRI) en el año 2000 no fue seguida por una transición que reformara realmente el quehacer político, las instituciones y las leyes. Y el paso de un partido que lo controlaba todo a la diversificación democrática vino a traer un vacío de poder y un descontrol que la delincuencia, mucho mejor organizada, sí supo aprovechar para extender sus territorios y hacerse incluso con cargos políticos.

Desazón política

Las elecciones legislativas y municipales, que hace 15 días marcaron la mitad del sexenio, mostraron la desazón del electorado. El PRI vuelve a ser mayoría en el Congreso y atenaza aún más a Calderón en la segunda mitad de su mandato. El ahora gobernante Partido Acción Nacional (PAN) ha mostrado debilidad e incapacidad, y el Partido de la Revolución Democrática se ha hundido en medio de la debacle interna.

La gente sigue viviendo en su particular anarquía, al margen del Gobierno de turno. En muchos barrios, igual que en aldeas perdidas, los vecinos suelen organizarse más o menos armados para patrullar las calles, proteger los colegios de día y advertir de llegadas extrañas de noche. En muchos de estos lugares la policía ni siquiera entra. Y los mismos que se toman justicia por su mano ante supuestos secuestradores, por ejemplo, acaban siendo presas fáciles de mafias del narcotráfico. Otros pueblos con más tradición de lucha se autogestionan al margen de las autoridades para sobrevivir.

El país está partido, no solo por las desigualdades. El norte, que en las polémicas elecciones presidenciales del 2006 se inclinó por Felipe Calderón, sufre las convulsiones de la guerra del narco. El sur, que votó por el izquierdista Andrés Manuel López Obrador --quien sigue recorriendo el país de punta a cabo reclamándose como presidente legítimo--, se debate aún por salir del subdesarrollo. La capital, pese a la delincuencia, es un oasis aparente, donde, como en las capitales norteñas, muchos negocios crecen únicamente para lavar dinero.