Un perro flaco y sucio sale a ritmo pausado de la Escuela Nacional República de Perú, deja atrás el portón de metal y se pierde en las calles a medio asfaltar del desfavorecido y complicado barrio de Martissant, en Puerto Príncipe. El colegio está cerrado a los estudiantes. No porque sea uno de los 6.000 centros --de los 16.000 que hay en Haití-- afectados por el seísmo, sino porque en él se refugian 3.000 damnificados. El patio es un sinfín de toldos, plásticos, sábanas y maderas medio podridas que conforman las viviendas de los desplazados. El sol cae en picado y las moscas revolotean incansables y molestas por todas partes. El polvo que se levanta se mete en las fosas nasales y se queda ahí un rato, junto a los olores que surgen a cada paso: a leña quemada, a plátano frito, a sudor, a aguas residuales. Al fondo, en la entrada a las aulas, unas adolescentes saltan a la comba. Ajenas, al menos en apariencia, a lo que las rodea. "Cuando oscurece es mejor que no estén fuera", dice Patrick Rosielain, portavoz del comité que organiza a la población.

Jameson Dort habla con seguridad y el ceño fruncido. "Déjeme que le diga una cosa. En realidad no necesitamos ni agua, ni comida, ni toldos para nuestras tiendas. ¿Sabe lo que necesitamos? Una oportunidad. Una oportunidad para trabajar, para trabajar por este país y compartir todo lo que tenemos, nuestros recursos, entre todos los haitianos. Trabajar y sacar a Haití adelante".

El patio de la escuela está rodeado por un muro de piedra con dibujos y pintadas a favor del diálogo, la no violencia y el progreso. Una pequeña puerta de metal abre el paso al contiguo Centro de Formación de Profesionales de la Educación, con 2.500 desplazados en su interior y donde Intermón Oxfam ha instalado un depósito de 10.000 litros de agua potable que recarga dos veces al día. Las imágenes son casi idénticas: niños y colchones viejos por todas partes. Resguardada a la sombra de los soportales descansa Ketsia Domany, de 32 años. La vida para ella en el campo es más difícil que para el resto: por su parálisis, vive en una silla de ruedas. "Dependo totalmente de la gente para moverme, y eso es muy incómodo. Y cuando no estoy en la silla, cuando estoy tumbada o sentada en el suelo, es horrible, las piedras se me clavan por todo el cuerpo", dice.

Sostiene un librito. Ki sa labib anseye tout bonvre? es el título en criollo. Significa ¿Qué es lo que realmente nos enseña la Biblia? "A mí me ha enseñado a tener esperanza. Hoy estoy aquí, sin comida ni cobijo, sin apenas nada. Pero mañana, o dentro de una semana, un mes, no sé, puedo estar mejor. Con mi familia, amigos... bajo un techo", dice tímidamente la joven. "Y a compartir", añade. "Pero ya ve, aquí poco es lo que se puede compartir".