La cartilla escolar de François Rebecca asoma entre los escombros. Gramática francesa, 6, vocabulario 5, creole, 8 y ciencias 8-. Dos pasos más allá, en el patio del instituto de secundaria, una pierna en descomposición. Y a escasos metros, el edificio del Liceo Pierre Daniel Fignole venido abajo, varios cadáveres asoman entre los cascotes. Uno, dos, tres, hasta cuatro cuerpos sin vida. Nada comparado con los cerca de 200 estudiantes que se calcula que siguen enterrados bajo los escombros. Nadie sabe si aún queda alguno que respire.

Buscando ese halo de vida, acompañamos a un grupo de rescate de Panamá. Ungüento bajo la nariz, mascarilla y la firme voluntad de no paralizarme. Resulta muy duro ver la muerte así, con la crudeza que añade la catástrofe, lejos de los impolutos tanatorios y hospitales. Estos muertos están sucios, desmembrados y las moscas, lejos de respetar su descanso, los devoran. Primero aparto la mirada, pero luego vuelvo, y vuelvo, y vuelvo de nuevo y esta vez me quedo. No sé ni que siento.

Los equipos se ponen manos a la obra. Ante la carencia de maquinaria pesada para remover los escombros, el objetivo es detectar vida. Extienden unos cables unidos a una pequeña máquina y un rescatador francés se coloca unos auriculares. Piden silencio. Que nadie hable, que nadie camine. Golpearán en el suelo con una gran maza para llamar la atención de quien pueda oírlo bajo los escombros. Si alguien respira, si alguien gime, si alguien golpea, será oído. Da la sensación de que todo el mundo deja de respirar para poder oír mejor. Sin éxito.

La misma operación, unos metros a la derecha. Los ojos del rescatador francés se abren como platos y, pese a que formamos parte de una torre de babel donde castellano, francés e inglés se intercalan de forma caótica e instintiva, el interlocutor, dominicano, entiende la petición de que se ponga los auriculares para confirmar unos pequeños golpes. Se esfuerza, pide intentarlo de nuevo, una y otra vez, y la maza golpea el suelo con fuerza. Pero, al final, tiene que reconocer que no oye nada, que los esperanzadores golpes venían de la calle. Nadie quiere darse por vencido pero la realidad es aplastante. No hay vida en el Liceo Pierre Daniel Fignole. La misión ha acabado.

La gente pide agua

Tratamos de darnos un respiro. O eso creíamos. Sentados en un trozo de cemento, con el liceo venido abajo, el olor es difícil de soportar pero el agotamiento le puede. De repente, el suelo empieza a moverse. Unos segundos, con una intensidad suficiente para salir de un salto ante los gritos de los rescatadores recomendando correr lejos del edificio. El corazón me golpea con fuerza. Respiro muy hondo.

Saltamos a los vehículos. Nos vamos detrás de un hombre que habló el día de antes con su hija, atrapada entre los escombros, que le pedía agua. Nos guía entre calles estrechas, con cascotes en medio de las calles, algún cadáver en la puerta de las casas, y la gente fuera de sus viviendas mirándonos y pidiendo agua. O algo. Lo que sea.

Resulta muy difícil aguantar las miradas de esa gente. Ya en el lugar de destino, el regreso inmediato de los equipos de rescate dibuja lo peor. La niña ya no vive. En vano el tortuoso recorrido que a mí me ha servido, ahora sí, para calibrar lo devastador de la tragedia. Más, mucho más, de lo que podía imaginar.