En la democracia estadounidense las formas fueron durante mucho tiempo importantes. El decoro se cultiva, y el respeto a los símbolos del Estado solía ser sacrosanto, lo que explica porque los expresidentes raramente se pronuncian sobre sus sucesores o intervienen en los asuntos de actualidad de la vida pública, salvo cuando se trata apoyar las campañas de alguno de sus correligionarios. Pero Estados Unidos ya no vive en tiempos normales. Quedó de manifiesto el jueves, cuando George Bush y Barack Obama, cada uno por su lado, cargaron de forma demoledora contra el inquilino de la Casa Blanca. Ninguno pronunció el nombre de Donald Trump, pero todo el mundo entendió de quién estaban hablando.

Como retratista de canes y veteranos de guerra, podría decirse que Bush es mejor pintor que presidente. Si la justicia internacional no sirviera para juzgar casi exclusivamente a los tiranos de los países parias, posiblemente hubiera acabado en La Haya por su desempeño en Irak, pero en Estados Unidos todo aquello parece haberse olvidado y el tejano mantiene un prurito de voz responsable, sensata y compasiva. Y fue así como el jueves abandono su silencio para lanzar sus advertencias contra el colapso de la democracia y el civismo en Estados Unidos, un retrato indisimulado de la América de Trump. «Nuestros jóvenes necesitan modelos a imitar positivos. El bullying y el prejuicio en nuestra vida pública marca el tono nacional, da permiso a la crueldad y el odio, y compromete la educación moral de los niños», dijo durante un acto público en Nueva York.

Bush aseguró que algunas señales apuntan a que «el apoyo a la democracia se está desvaneciendo», especialmente entre los jóvenes, y «a veces parece que las fuerzas que nos separan son más poderosas que las que nos unen». Sus desavenencias con Trump siempre fueron evidentes. Como presidente, Bush hizo bandera de la democracia con la fe de un misionero evangelista y promovió la globalización como requisito indispensable para el progreso. Todo lo contrario que Trump, quien hizo además campaña contra el establishment republicano representado por la dinastía Bush y se recreó humillando a su hermano, Jeff Bush, durante las primarias. Todos ellos se lo cobraron no votando por el neoyorkino en las presidenciales.

«Hemos visto como el nacionalismo quedaba distorsionado para transformarse en chovinismo y olvidar el dinamismo que la inmigración aporta a América». Bush llamó a recuperar los valores estadounidenses más nobles y a nadie se le escapó a quién estaba culpando del extravío. «Cuando perdemos de vista nuestros ideales, no es la democracia la que falla. Son aquellos encargados de protegerla los que fracasan».

Nadie le puede negar la hondura de sus palabras en estos tiempos dominados, según sus propias palabras, por la tendencia a «las teorías conspiratorias y las falsedades más descaradas». De esto último, él mismo sabe un par de cosas.

Obama no sonó tan profundo, aunque el escenario invitaba menos a las disquisiciones filosóficas. El demócrata hizo campaña en Nueva Jersey para un candidato de su partido y les pidió a los estadounidenses que «envíen un mensaje al mundo de rechazo a las políticas de la división» y «las políticas del miedo». Como si quisiera darle la razón, Trump escribió pocas horas después un tuit marca de la casa, mezclando churras con meninas para poner al personal en guardia. «El crimen en el Reino Unido crece un 13% anualmente ante la expansión del terrorismo radical islámico’. Mala cosa. Tenemos que preservar la seguridad de América».

Obama ha sido más proactivo que Bush en sus aldabonazos contra la deriva actual, pero esta vez fue particularmente gráfico. «Creíamos que habíamos enterrado algunas de las políticas que estamos viendo. Hay gente que está retrotrayéndose 50 años en el tiempo. Estamos en el siglo XXI no en el XIX. ¡Venga ya!», clamó ante un público entregado.