La guerra que Felipe Calderón declaró a los cárteles de la droga al asumir el timón de México en diciembre del 2006 levantó avisperos de las sierras y los ranchos para sacar a la calle una lucha a muerte. No solo por las rutas del tráfico de cocaína hacia Estados Unidos, sino también por nuevos mercados de la droga dentro del país, así como el control de la delincuencia e incluso de la política en esos territorios.

Siete grandes cárteles se disputan la frontera y buena parte de México en medio del despliegue de 50.000 soldados y una añeja corrupción generalizada. La guerra de Calderón y las luchas intestinas han provocado más de 28.000 muertos en poco más de tres años y medio. Y frente a las familias mafiosas de nombres y feudos definidos han medrado los grupos más sanguinarios y con mejor organización militar.

Sobre todo los Zetas, un grupo que el cártel del Golfo creó como su brazo armado con militares --comprados con "cañonazos de dólares"-- que fueron entrenados en 1994 en la lucha antiguerrilla ante el alzamiento zapatista en Chiapas, y después en EEUU en la lucha antinarcóticos. Los Zetas incrementaron su natural crueldad con desertores kaibiles del Ejército guatemalteco, miembros de las maras y pandillas centroamericanas, todos ellos expertos en el manejo del machete y en cortar cabezas.

Con territorios y poder y miedo, los Zetas se convirtieron en el frankenstein del cártel del Golfo, del que finalmente acabaron separándose a principios de año para iniciar una guerra que afecta especialmente al estado de Nuevo León.

Otro grupo peculiar, la Familia, apareció en el 2006 con la fabricación de drogas sintéticas. Pero el cártel más poderoso sigue siendo el de Sinaloa, y su dirigente, Joaquín el Chapo Guzmán, el narcotraficante más rico y más buscado a ambos lados de la frontera.