Cuándo fue la última vez que los líderes mundiales dijeron «nunca más»? ¿Camboya, Ruanda, Bosnia-Herzegovina, Darfur? Aquel grito nacido tras el Holocausto no sonó ni suena en Siria, Yemen, Irak, Sur Sudán o en el Mediterráneo. Hasta en la indignación existen clases. En el peldaño más bajo de los nadie estarían los rohinya.

Son musulmanes repartidos entre dos países. En Birmania, donde había más de un millón hasta hace un mes, se les considera apátridas desde 1990. El Gobierno militar les retiró la nacionalidad. En las tres últimas semanas más de 350.000 han cruzado el río Naf, la frontera con Bangladés, para escapar de la represión.

El Ejército birmano lanzó el 25 de agosto una campaña sistemática de quema de aldeas en dos distritos de Rakhine, donde se concentra la población rohinya. El objetivo es sacarlos de sus territorios y expulsarlos a Bangladés, donde vivía otro medio millón de refugiados antes de esta crisis. El río Naf se ha convertido en el río de la muerte. En él flotan los cadáveres de los que no lograron cruzar.

El Gobierno birmano se escuda en la lucha contra la guerrilla del Ejército de Salvación Rohinya de Arakan, que acaba de declarar un alto el fuego un poco tardío. Todo lo reduce a un asunto de seguridad, pero da la sensación de que existía un plan en espera de una oportunidad. Lo que está sucediendo en Rakhine se llama limpieza étnica y es un crimen de lesa humanidad perseguible por la Corte Penal Internacional.

Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz en 1991 y símbolo durante años de la lucha contra la dictadura militar birmana, es ahora el símbolo del silencio, o peor, de la complicidad. Es la consejera principal en un Gobierno que es el resultado de un pacto antinatura. Los que se han opuesto a la dictadura militar, como ella que ha pasado 15 años privada de libertad, tuvieron que acordar con los militares una transición que recuerda a la española, en la que prima la desmemoria pragmática sobre la justicia. Otra vez el pragmatismo convertido en un virus.

Sin crítica pública

No se sabe cuál es la implicación de Aung San Suu Kyi en la actual represión militar, si dio o no su consentimiento a la expulsión masiva de los rohinya. Pero sí se sabe que no la critica en público, que también reduce el asunto a un problema terrorista. Su partido, la Liga Nacional por la Democracia, tiene la mayoría más que absoluta en el Parlamento, pero los militares conservan un 25% de los escaños, es decir el derecho de veto.

Su silencio le ha granjeado numerosas críticas internacionales, además de amenazas concretas de Al Qaeda, que promete vengar a sus hermanos rohinya. Fuentes próximas a la Academia del Nobel de la Paz han aclarado a quien lo preguntó que no se le puede retirar el premio. ¡Habría tantos en la lista! Uno de ellos, Barack Obama. Su premio Nobel de la Paz en el 2009 fue preventivo porque aún no le había dado tiempo a hacer nada.

Terminó el mandato como Míster Drone President. En su último año en la Casa Blanca, los drones de EEUU mataron a más de 2.000 personas en Afganistán, Somalia, Yemen y Pakistán. Aung San Suu Kyi no es el único premiado que necesita una revisión de sus méritos.

Considerada la Nelson Mandela de Asia, no ha estado a la altura del papel de icono ético que le habíamos fabricado entre todos. En un mundo de malvados son necesarios los puros, de ahí que la decepción sea mayor.

La represión contra los rohinya ha causado una fuerte conmoción en un mundo musulmán que se siente maltratado por Occidente. Cada vez que un grupo yihadista atenta en Europa, las comunidades islámicas se ven en la obligación de condenar una violencia que no nace de ellos, sino de una minoría radicalizada.

Falsear la realidad

Un atentado en la ciudad de Nasiriyah, al sur de Irak, con 70 civiles muertos no recibe ni un breve en la presa mundial. Esa ausencia de noticias de los muchos atentados yihadistas en el mundo musulmán lleva a algunos políticos a decir «atacan nuestro sistema de libertades» sin pararse a pensar qué tipo de libertades atacan en Bagdad, Kabul, Mogadiscio o Damasco. Más del 80% de los atentados yihadistas se producen en países de mayoría musulmana. Nuestro lenguaje falsea la realidad.

Lo que les ocurre a los rohinya permite engordar el relato que prende en la calle musulmana sobre un Occidente insensible y colonialista.

Es un discurso exagerado con una base real: apoyamos dictaduras, financiamos guerras y vendemos armas a espuertas. Es más rentable el negocio de la muerte que el de la vida. Los rohinya son las últimas víctimas de un mundo perverso.