Los surcoreanos mastican tanta esperanza como escepticismo en las vísperas de la histórica cumbre presidencial del viernes. Ya hubo históricas cumbres presidenciales efímeras, recuerdan unos, y no hay razones para esperar de Kim Jong-un más compromiso que del resto de la dinastía. Pero nunca había Pyongyang traspasado tantas líneas rojas, alegan otros: no protestó por los ejercicios militares conjuntos de Washington y Seúl ni ha exigido la retirada de tropas estadounidenses de la península e incluso ha colocado su programa nuclear en la mesa. Merece la pena, pues, intentarlo.

Las encuestas recientes subrayan esa dualidad esquizofrénica. El 81% de los surcoreanos apoya la cumbre de este viernes y el 70 % duda de que Corea del Norte sacrifique su armamento nuclear. La distensión ha acentuado la brecha entre los que exigen más mano dura y los que piden contención, entre la derecha y la izquierda, entre los defensores de Park Geun-hye y Moon Jae-in.

La primera, conservadora, presidió el país hasta su expulsión por un escándalo de corrupción a finales del 2016 y recientemente fue condenada a 24 años de cárcel. El segundo, socialdemócrata, viró el timón hacia la política de acercamiento que en la primera década del milenio permitió el periodo más sosegado en la península. Abundaron las manifestaciones exigiendo la dimisión de Park cuando los indicios de corrupción se acumulaban. Y abundaron de nuevo defendiéndola cuando fue condenada. También aquí hay familias que evitan la política en las comidas o que hace tiempo que renunciaron a reunirse.

Las concentraciones integran el paisaje de Seúl. Un sesentón adoctrina a media docena de personas con su apática prosodia frente al Palacio Imperial y detrás de la epatante línea de rascacielos. Sobre la mesa ha colocado fotos de las atrocidades norcoreanas y del estudiante estadounidense que murió el pasado año después de haber sido encarcelado en Pyongyang. ¿Park? Levanta el pulgar. ¿Moon? Lo baja.

"Masacra a Corea del Norte"

Unos metros más abajo, a la altura de la embajada de Estados Unidos, el espectáculo es más vibrante. Un joven con megáfono y altavoces de discoteca de extrarradio anima a una cuarentena de fieles que ondean banderas surcoreanas y estadounidenses. “Masacra a Corea del Norte”, repiten. Si uno desconoce el coreano y atiende sólo al ardor del conferenciante y las respuestas al unísono, cuesta diferenciar la arenga de las escuchadas en Pyongyang.

Un participante enseña su pancarta: “Moon dimisión”. Y le da la vuelta: “Bombardeemos Corea del Norte”. “Estamos aquí para pedirle a Washington que solucione el problema de una vez”, señala Soo Yeon Kang, responsable de una galería de arte de 43 años, y esperanzada en que Trump recupere pronto sus amenazas de borrar Corea del Norte del mapa. Espera que la cumbre fracase y desdeña el tratado de paz que se negocia porque prefiere la guerra “al comunismo que quiere traer Moon”. Prefiere, de hecho, cualquier cosa al comunismo, también la muerte. “Corea del Norte tiene miles de espías infiltrados entre nosotros y a través de sus túneles podrían atacarnos en cualquier momento”, apostilla otro. Habrá sensatez entre la derecha surcoreana pero cuesta encontrarla aquí. Tampoco abunda en la extrema izquierda surcoreana que relativiza las violaciones de derechos humanos de Pyongyang.

En medio están los escépticos que aplauden la labor diplomática de Moon. “Se está esforzando mucho más que los anteriores presidentes. No me importa que los norcoreanos sean comunistas, somos todos un mismo pueblo y acabaremos reunificados como Alemania”, señala Kwang Woo Lee, empresario de 32 años.