Enigmático para unos, tenebroso para otros, imposible para muchos que le conocen. El carácter del nuevo premier es, según amigos y enemigos, su gran hándicap y el motivo de la larga espera para llegar a donde ayer llegó. Gordon Brown tiene fama de querer controlarlo todo y en su agenda no hay espacio para frivolidades. Si nadie duda de su capacidad intelectual, su oratoria aburre a la audiencia mejor intencionada.

Aunque sus íntimos juran que es alguien generoso y afable, lo que trasciende es la imagen de un hombre triste y ligeramente deprimido. Quizás su padre, el reverendo John Ebenezer Brown, ministro de la iglesia de Escocia, le inculcó con demasiados sermones esos principios de deber, entrega y moralidad de los que se vanagloria. Quizás el toque taciturno se deba a una sucesión de desgracias, que comenzaron cuando en la juventud perdió la visión de un ojo jugando al rugbi.

Ya casado con la relaciones públicas Sarah Macauley, tuvo que encajar la muerte de su primogénita de pocos días y la enfermedad crónica de su tercer y último hijo. La traición de Blair en 1994, arrebatándole el liderazgo del partido, para el que había comenzado a trabajar a los 12 años, ha envenenado su brillante carrera. A los que han criticado sus métodos estalinistas de trabajo, les responde que ha cambiado. El tiempo dirá si es cierto.