Más allá de controversias y de comparaciones imposibles con lo que está ocurriendo en el Líbano, es un hecho evidente para cualquiera que se atreva a pisar el norte de Israel que este verano el Estado hebreo está sufriendo la guerra en su propio territorio. Y que su población sufre y hasta muere bajo la lluvia aleatoria de los katiuskas que Hizbulá dispara desde el Líbano. El miedo se ve en las calles desiertas de Kiryat Shmona y en las carreteras vacías de Galilea, se escucha en el aire quieto y el palpitar calmado del lago Tiberíades y se siente en el temblor del suelo de Metula, la aldea que se yergue enganchada a la frontera con el Líbano.

"Me he llevado a toda mi familia a un hotel cerca de Tel-Aviv porque la alternativa era continuar viviendo aquí en un refugio, y eso no es vida", comentaba ayer Yosi en la abandonada Metula, un pueblo de casas unifamiliares de tejas rojas, gemelo de la aldea libanesa de Kfar Kila, cuyos habitantes han llevado a cabo una evacuación voluntaria. Yosi hablaba apresurado, quería permanecer en su hogar el tiempo necesario para recoger algunos utensilios y regresar junto a su esposa y sus dos hijas de 7 y 4 años.

Un millón de habitantes

No es el único que ha dejado la zona. El Gobierno estima que un tercio del millón de personas que viven en el norte de Israel se ha marchado desde que estalló el conflicto hace dos semanas. A falta de turistas extranjeros, que han cancelado sus vacaciones en Israel, los hoteles del centro del país se han llenado de desplazados. Los árabe-israelís han optado por alojarse en Jerusalén Este. Dieciocho muertos y más de cien cohetes diarios, como los que cayeron ayer en Haifa, Tiberias, Safed, el valle de Hula, Karmiel, Metula, Kiryat Shmona y Kiryat Bialik son demasiados. "Casi todo el mundo en el pueblo se ha ido. Si, como se dice, algún comando de Hizbulá entra en Metula, no encontrará más que a soldados", zanja Yosi la conversación, ya al volante de su coche y el motor en marcha.

Soldados los hay, y muchos. Y tanques. Y blindados, que se han hecho dueños de las carreteras y que han levantado improvisadas bases en los campos. Las explosiones de los misiles que la artillería hebrea dispara contra el Líbano se unen a las de los katiuskas y, en los momentos álgidos, los estruendos se suceden cada 30 segundos. Los pocos israelís que abandonan sus refugios se han convertido en avezados intérpretes de los sonidos, e identifican las explosiones propias y las enemigas. Pero solo cuando el katituska ha caído. Antes es imposible evitarlos, por lo que moverse en el norte de Israel significa verse inmerso en una ruleta rusa cortesía de Hizbulá.

Por ese motivo, el lago Tiberíades es un gran páramo de sombrillas abandonadas. No hay bañistas a los que proteger del sol, pese a lo cual los hoteles despliegan las hamacas y los parasoles en las desérticas orillas, que en condiciones normales serían un hervidero de ociosos en bañador y biquini. Tampoco hay peregrinos en Nazaret, ni adeptos al culto Bahai en el monumental templo de Haifa, ni aficionados a la fotografía captando contrastes de luz en la muralla de San Juan de Acre. El daño físico, pero sobre todo psicológico, que Hizbulá ha propinado a Israel tardará en cicatrizar y es uno de los pilares de la unanimidad con la que el país apoya la ofensiva en el Líbano.

A simple vista

Si uno busca el tejado más alto de Metula, puede ver a simple vista el Líbano. De vez en cuando se alzan columnas de humo y polvo, y allí las explosiones suenan más cercanas. Una carretera serpenteante por las montañas recuerda el camino que tomó el Ejército israelí en su invasión del Líbano en 1982. Entonces, esa carretera llevó a Israel a un callejón sin salida. Hoy sus militares vuelven a pisar ese asfalto.