Tras una larga noche de celebración en las calles del Líbano, el país se despertó con un escenario casi idéntico al que depararon las elecciones legislativas de hace cuatro años. Las urnas han vuelto a encumbrar a la coalición antisiria y prooccidental encabezada por el suní Saad Hariri, hijo del magnate y primer ministro asesinado, Rafic Hariri. Su victoria, sin embargo, está lejos de garantizar la esperada estabilidad que desean los libaneses. Hizbulá y sus aliados cristianos han demostrado que pueden paralizar el país si son excluidos de la toma de decisiones.

La gran noticia para el Líbano es la salud de su democracia, imperfecta pero consolidada en un entorno hostil dominado por el autoritarismo árabe y la doblez occidental. "Felicitamos a los ganadores y aceptamos los resultados con deportividad y espíritu democrático", dijo ayer en un discurso televisado el jefe de Hizbulá, el chií Hasan Nasralá.

VOTO CLAVE Los resultados oficiales otorgan a los vencedores --sunís, drusos y un sector del voto cristiano-- 71 de los 128 escaños del Parlamento, uno menos de los que gozaban hasta ahora. La clave de su éxito ha sido el voto de la dividida comunidad cristiana. La mayoría se decantó por el bloque prooccidental después de que instituciones como la poderosa Iglesia Católica Maronita advirtieran de que el Líbano se exponía a perder su identidad panárabe, en alusión a la alianza de Hizbulá con el Irán persa. Sus rivales prosirios --los chiís de Amal e Hizbulá y el partido cristiano del exgeneral Michel Aoun-- obtienen 57 escaños.

El drama del nuevo escenario --el preferido por Occidente y sus aliados saudís y egipcios-- es que difícilmente solucionará algo. "Nuevamente las elecciones conducen a un Parlamento de divisiones nacionales", titulaba ayer el diario As Safir.

Los vencedores han tendido la mano a sus rivales para reeditar el Gobierno de unidad nacional vigente desde mayo del 2008, pero se oponen a mantener el poder de veto concedido desde entonces a la oposición. "El Gobierno de unidad nacional es una necesidad, pero tiene sus condiciones, no conceder derecho de veto", dijo ayer el caudillo druso, Walid Jumblat.

Su postura es comprensible. Ese veto apenas permite lanzar reformas de peso para lidiar con los grandes retos del país, como el sectarismo dominante en todos los aspectos de la vida pública, el desarme pendiente de Hizbulá, la altísima deuda externa o la corrupción.

Pero la oposición no está dispuesta a renunciar a sus privilegios. Y en el caso de Hizbulá, tampoco a su arsenal. "La mayoría debe comprometerse a no cuestionar la legitimidad de nuestras armas y el hecho de que Israel es un Estado enemigo", afirmó ayer su diputado, Mohammad Raad.

OMNIPOTENCIA Para estas elecciones, el movimiento chií presentó candidatos a solo 11 de los 128 escaños. Pero su poder trasciende con creces su representación política. La prueba: los últimos cuatro años. Tras la guerra con Israel (2006), Hizbulá paralizó el Gobierno retirando a sus ministros para aplacar las voces que exigían su desarme. Más tarde, detuvo durante 18 meses la vida del Parlamento y del centro de Beirut con sus movilizaciones para reclamar el poder de veto. Y lo logró con una acción taxativa al tomar las calles en mayo del 2008 para obligar al Ejecutivo a revocar una medida que ponía en peligro su entramado militar.

Su omnipotencia deja pocas opciones a la mayoría surgida de las urnas para gobernar sin consenso. Un consenso que, por cierto, recomendó ayer el presidente de EEUU, Barack Obama. "Debéis mantener el poder mediante el consenso, no la coerción", le dijo a la mayoría triunfante tras aplaudir el resultado.

Se tardarán semanas para formar Gobierno, pero nadie espera turbulencias pese a los esporádicos rifirrafes armados de ayer. La distensión en las relaciones entre Riad y Damasco, entre Washington y Teherán, ha allanado el camino para una calma temporal en el país. "Existe un consenso regional para evitar una nueva ronda de violencia, como se demostró con el desarrollo pacífico de los comicios", opinaba el analista libanés, Khalil Khasan.