Nicolas Sarkozy seguirá expulsando gitanos rumanos y búlgaros de Francia con el silencio cómplice, por no llamarlo aval o bendición, de sus 26 socios de la UE, que han optado mirar hacia otro lado en un asunto, el de la inmigración, que ha demostrado una vez más ser una bomba de relojería en tiempos de crisis. Al calor de la recesión económica, cuaja un sentimiento contra los inmigrantes que reflejan muy bien las encuestas y que dependiendo los países, bien se traduce en el endurecimiento de las políticas, en el auge de partidos abiertamente xenófobos cuando no directamente en brotes de racismo.

Silente o de forma ruidosa, según convenga, la Europa de los Veintisiete, gobernada en buena parte por la derecha, echa cada vez más pestillos a sus puertas. El rechazo a las regularizaciones masivas como la realizada por el Gobierno español en el 2004 es el eje del pacto sobre la inmigración que firmaron en el 2008 los Veintisiete, bajo la presidencia francesa. Fue la primera piedra de un cambio de rumbo que se ha traducido en un blindaje cada vez mayor de las fronteras a través de acuerdos bilaterales como los firmados entre España con Mauritania y Senegal o entre Italia y Libia.

CAEN LOS NUMEROS Resultado de ello fue que el año pasado se redujo por primera vez la presión migratoria sobre Europa. Hasta un 20% cayeron los cruces ilegales y las decisiones de inadmisión de los países de la UE. A las más de 34.000 personas que dejaron de venir, se les sumaron las 500.000 que se dieron de bruces con el sueño europeo, al ser rechazadas en las fronteras.

Pero en una Europa en recesión con 12 millones de personas extracomunitarias y otras tantas sin papeles viviendo dentro de sus fronteras, inmigración, paro y delincuencia configuran un cóctel de mal combinar pero que muchos políticos, conocedores de sus réditos electorales, tratan de agitar. No es casualidad pues que a poco más de dos meses de las elecciones catalanas, el PP trate de colocar sobre la mesa el debate de la inmigración, que hace unos meses puso a prueba la tolerancia en localidades como Vic, por la amenaza municipal de dejar empadronar a extranjeros.

Ni Sarkozy en Francia ni Silvio Berlusconi en Italia se andan con rodeos al relacionar delincuencia e inmigración. Fue Berlusconi el primero en colocar en el centro de la diana a los gitanos rumanos y en devolverlos a su país, además de autorizar las patrullas ciudadanas nocturnas. En el norte de Italia, varios alcaldes de la gubernamental Liga Norte han aprobado ordenanzas antiinmigrantes y se han llegado a eliminar bancos públicos en los parques para que no duerman en ellos. Publicitando las expulsiones de gitanos rumanos, Sarkozy trata de que no se le escapen votos por la derecha.

Pero Francia no es el único país donde la ultraderecha gana fuerza atizando el fuego de la inmigración. ¿Qué pasa en aquella liberal y tolerante Holanda, donde el islamófobo Geert Wilders es capaz de convertir a su partido en la tercera fuerza del Parlamento proponiendo prohibir el Corán y la expulsión de musulmanes? En Alemania, donde la memoria del nazismo ha limitado hasta ahora la influencia de la extrema derecha, la fundación en Berlín de un nuevo partido ultra, Libertad, ha provocado un pequeño terremoto.

Los expertos advierten del riesgo de este discurso político que explota el miedo de la gente: los sentimientos sobre la inmigración son muy profundos y puede que no desaparezcan cuando la economía se recupere.