Casi dos siglos después de la Revolución Francesa, tan odiada y temida su sombra por reaccionarios y conservadores, el papa Juan XXIII reconoció sus muchos aspectos positivos: a pesar de sus inicios violentos, había roto con un injustísimo «Antiguo Régimen» feudal, abierto el camino a transformaciones económicas y sociales fundamentales, y, aunque con posteriores cambios, señalado el camino de la libertad, la igualdad y la fraternidad, aún no plenamente conseguidas ni siquiera en Europa.

No parece que hoy por hoy pueda haber un reconocimiento global semejante de la Revolución rusa, uno de los principales acontecimientos del siglo XX, si bien muchos han afirmado que en gran parte del siglo XX la mera existencia de un régimen comunista poderoso frenaba las desbordadas ambiciones del capitalismo más voraz. Quedan aún muchos aspectos por saldar historiográficamente, y aunque ya no de sangre, correrán este año de aniversario ríos de tinta para explicar, rebatir y analizar ese acontecimiento de repercusión mundial, ahora posible de divisar como un ciclo cerrado tras la caída del Muro de Berlín y de la propia Unión Soviética.

Hemos elegido para conmemorar esta importante efemérides el libro del profesor Julián Casanova, La venganza de los siervos. Rusia 1917 (Crítica), del que nos proponemos sintetizar y comentar sus principales conclusiones. Es un libro breve, que aborda en 200 páginas este asunto de enorme complejidad, ofreciendo el «estado de la cuestión» muy actual, documentadísimo, que recoge importantes aportaciones de «una nueva generación de historiadores que rechazó los estereotipos ideológicos que habían dominado hasta entonces, tanto en la historiografía oficial soviética como en la anticomunista». Una precisa cronología y una excelente bibliografía comentada, completan el conjunto.

Tiempo de varias revoluciones

Aunque contemplando antecedentes decisivos desde 1905, el autor se ciñe en su mayor parte a los sucesos entre febrero y noviembre de 1917 (marzo y octubre todavía entonces para el calendario ruso), tiempo de varias revoluciones en que un régimen zarista despótico y, aunque atrasado capitalista, fue sustituido por una dictadura social revolucionaria que desarrolló un modelo económico, político y social inédito y supuso un faro de atención, ánimo y ayuda a muchos movimientos que emularon en todo el planeta esa insólita hazaña. La gran pregunta: «Por qué aquellas revoluciones ocurrieron, y específicamente en Rusia, y por qué las diferentes formas de socialismo, moderado o radical, fueron tan atractivas y esperanzadoras para millones de obreros, soldados y campesinos». Las respuestas, que son varias y complejas, se podrían ordenar así:

En primer lugar, el deficiente sistema zarista que, a pesar de las anteriores importantes reformas modernizadoras de Alejandro II, en especial la abolición de la servidumbre en 1861, fue incapaz de seguir una dirección progresista encabezada por unas aún débiles burguesía y clase media, o frenar a los más reaccionarios, en su mayoría aristócratas terratenientes y militares. El endiosado zar controlaba un estado policial tras su edulcorada figura paternal para el campesinado, odiada profundamente por sectores rebeldes más o menos violentos. Nicolás II, de educación refinada e ignorancia y absentismo en su cargo rayando la estupidez, quiso «parar el reloj de la historia» apoyándose en la iglesia ortodoxa y en la zarina, dominante y entrometida, devota de personajes como el diabólico Rasputín; represor con dureza de la manifestación popular del Domingo sangriento de 1905, acalló los intentos de reforma de algunos grupos más lúcidos, y zancadilleó la recién abierta Duma (Parlamento limitado).

El autor explica cómo en esa autocracia despótica «la represión, la ausencia de cauces de representación popular y de libertades causaron la aparición y desarrollo de una oposición radical al sistema zarista, dispuesta a derribarlo». Sin embargo, advierte siguiendo a Theda Skocpol, «la quiebra de este sistema no llegó por la subversión o los disturbios sociales, por los conflictos internos, sino por acontecimientos externos, la rivalidad imperial que Rusia mantenía con Alemania y Austria-Hungría»: de esa guerra surgieron todas las calamidades.

Era inevitable, dados el elenco de generales ineptos, escasez de material artillero, y soldados mal equipados y preparados, la rápida pérdida territorial y los cuatro millones de muertos o desaparecidos y tres de heridos, pasando la población así diezmada del desconcierto a la indignación.

Fue una gran bancarrota moral, acompañada por una economía hundida por la inflación, la carestía y escasez, el hambre y el creciente desorden, derivados en odio social, por ejemplo a los judíos. Por eso «la crisis cambió de rebelión a revolución cuando los soldados se pusieron al lado de los trabajadores y sobre todo de las mujeres que protestaban contra la escasez de alimentos». Y el frío, y las huelgas y motines. Y las torpes maniobras de grandes empresas, como la fundición Putilov, que cierra airada, dejando 30.000 obreros en la calle, sumados a las protestas.

Los diversos intentos de contener esa ola de protesta que se convierte en antizarista, fracasan: comités de diputados conservadores y liberales apelan al zar para que abdique; cuando éste, entretenido en sus misas y sus partidas de ajedrez, quiere resignar en su hermano, este no acepta. El soviet de Petrogrado (nombre ahora de la antigua San Petersburgo) arresta a todos los Romanov, confinados y en agosto trasladados a Siberia. El poder tradicional es asumido primero por Lvov, luego por el coronel Kerenski, socialista moderado vinculado a la vez a la Duma y los soviets. Desde ese gobierno provisional se avanzan algunas liberades democráticas, se abole la pena de muerte, se reforma la policía. Una transición al estilo occidental europeo, pero insuficiente y tardía.

Democracia revolucionaria

Porque las masas obreras, campesinas y de soldados, ya se han organizado en soviets (asambleas), expresión de la «democracia revolucionaria» y tienen un poder alternativo y más eficiente: la Asamblea. El Ejército, desacreditado y humillado por Alemania, se desmorona y es sujeto de la justicia popular, y mientras sus sucesores mantienen la guerra, un millón de soldados deserta. Y otros millones de campesinos, que han sufrido por siglos miserias y explotaciones, afloran esa memoria activamente: es «la venganza de los siervos», expresión del lúcido Lvov que da título a este libro.

Mientras todo eso ocurre en San Petersburgo, Moscú y otras ciudades, la mayoría de los que van a dirigir los grandes pasos están lejos, refugiados, exiliados: Lenin en Suiza; Trotski y Aleksandra Kolontái en Nueva York; el dirigente de los aún mayoritarios socialrevolucionarios Víctor Chernov, en París; otros líderes bolcheviques en la cárcel, y su órgano, Pravda, cerrado. Sin embargo, en esa segunda fase, sentencia Casanova, «la revolución popular había triunfado, consolidarla fue la siguiente tarea». A cargo de gente que

va a luchar desde diversos frentes ideológicos, estratégicos, por el control político de esa revolución.

La lucha en el seno del gobierno provisional (que todavía da palos de ciego deteniendo a Kamenev, Trotski, Kolontái, mientras escapan a Finlandia Zinoviev y Lenin), tiene en Kerenski la última esperanza de compromiso: pero su enfrentamiento a los bolcheviques y a la vez a los contrarrevolucionarios golpistas de Kornilov provoca la reacción de todos los grupos a la izquierda, que en octubre han armado a 200.000 miembros de las jóvenes Guardias Rojas. Y el gran prestigio y fuerza de los bolcheviques, provocaron la caída de aquel intento de Lvov y Kerenski de construir el edificio ciudadano democrático. Porque ya antes del «golpe de Estado» en la capital y de la revolución por todo el inmenso territorio, se producen sobre todo en aquella «vandalismo, crímenes, saqueos y violencia generalizada», a los que contribuyen sobre todo los perdedores de las guerras: parados, refugiados, liberados de las cárceles, campesinos y soldados en busca de un destino. Es la «guerra plebeya al privilegio… odio acumulado de siglos, rencor por tres años de guerra» cruel y humillante.

Esta segunda etapa se inicia cuando Lenin llega encerrado en un vagón blindado (que los alemanes facilitaron astutamente para dinamitar el resto imperial ruso) el 3 de abril de 1917 a la estación de Finlandia en Petrogrado. Su verbo encendido, su capacidad de organizar y dirigir, enfoca de otro modo lo hasta entonces improvisado por sus propios compañeros: fin de la guerra, nacionalización de la tierra, control obrero de la industria, borrado de todo símbolo zarista. Lenin es un líder carismático reconocido pronto por la mayoría. Y sus bolcheviques, esa primavera todavía el menor de los tres grupos socialistas, y han crecido extraordinariamente. Porque, según la historiografía occidental, no triunfaron por las contradiciones capitalistas (tesis de la URSS), sino por «la aspiración al poder de una despiadada minoría que, una vez conseguido, ejerció sobre sus ciudadanos un control y represión mayores que los del más cruel de los zares».

Cuando reclaman «todo el poder para los soviets» (que controlan) convencen a cuantos han visto desfilar meses de incertidumbres y luchas sin liderazgos claros. A fines de septiembre las condiciones económicas han empeorado, y ello empuja el radicalismo político. Y Trotski, que ha salido de la cárcel veinte días antes, controla el Soviet de Petrogrado.

Lenin cree que es hora de asaltar el poder, dado el auge del apoyo popular y el deterioro del gobierno provisional: «La historia no nos perdonará si no asumimos el poder ahora», responde a las dudas prudentes de Zinóviev y Kámenev y una cierta espera calculada de Trotski. Ha llegado el diez de octubre del cercano exilio finlandés y convocado al Comité Central Bolchevique; la torpe reacción de Kerenski con medidas contrarrevolucionarias da los motivos para el asalto, que Trotski organiza la noche del 24 de octubre, a estaciones, centrales de correos y teléfonos. El desacuerdo y retirada de los otros grupos, deja al campo a los bolcheviques, que se identifican y asumen a los soviets de obreros, soldados y campesinos. Se ha producido el «milagro» estratégico. Horas después tiene lugar la tan simbólica toma del Palacio de Invierno y el anuncio por Lunacharski de que los soviets asumen todo el poder en Rusia.

El gobierno provisional es arrestado, aunque Kerenski ha desaparecido e intentará un contraataque para acabar huyendo disfrazado; la vida parece transcurrir con casi total normalidad. Pero es ahora cuando se producirán los hechos que cerrarán la agenda revolucionaria: el armisticio pactado bilateralmente con Alemania, en pésimas condiciones, pero era lo deseado y preciso. Trotski regateó cuanto pudo pero hubo de aceptar el tratado de Brest-Litovsk por el que Rusia perdía los territorios europeos en Polonia, Ucrania, Finlandia y los tres países bálticos, un tercio de sus tierras y su población, la mitad de sus industrias. Cunde el descontento de las otras fuerzas revolucionarias ante la cerrada dirección de Lenin (que dueño de los soviets dicta en enero de 1918 docenas de decretos que trazan una profunda transformación social y cultural), salvo en su aceptación de socializar en vez de nacionalizar la tierra y celebrar elecciones en que aún no son mayoría los bolcheviques en la Asamblea que generan: por eso la disuelven y optan, frente a las democracia parlamentaria, por la «dictadura del proletariado».

Muerte de la familia real

Es en ese contexto en el que tiene lugar el asesinato de la familia imperial, cuya salida a Inglaterra es impedida, y aunque Trotski hubiera querido volver a trasladarles a Moscú para un espectacular juicio público, los matan los bolcheviques de Ekaterimburgo, al parecer de acuerdo con los de Moscú. Es la noche del 16 al 17 de julio de 1918 en que mueren los zares y su familia, su médico y algunos sirvientes. ¿Fue una casualidad que menos de mes y medio después se produjera un atentado contra Lenin, cuyas secuelas acabaron tempranamente con su vida en 1924?

Unos meses después, se suma la guerra del contrarrevolucionario Ejército Blanco, integrado por antiguos zaristas, terratenientes desposeídos, nacionalistas varios, y posible mente una buena parte del clero ortodoxo (lo que justificará la ira popular contra el clero y la religión), dirigidos por Kornilov y tras la muerte en abril por Denikin y luego Wrangel. Se les opondrá el nuevo Ejército Rojo que dirige Trotski. Es una lucha despiadada, por ambos bandos, que permite a los bolcheviques justificar una dura política agraria, aplastar muchas aspiraciones y libertades populares, sofocar medio centenar de revueltas de los kulaks y, ya en 1921, la rebelión de los marinos de Krondstat.

Y, sobre todo, desarrollar frente al «terror blanco» el rojo de la «Cheka» o policía política (luego GUP, base del aparato de seguridad y represión del stalinismo, que alcanza en 1922 casi 150.000 agentes y decenas de miles de asesinados, encarcelados, destinados a trabajos forzados). El autor lo explica al considerar que, al rechazar la revolución la democracia, y verse acosada por enemigos internos y externos «tuvo que silenciar a sus críticos, eliminar toda forma de oposición política y cultural y someter a una sociedad que no podía controlar por medios pacíficos o a través de la negociación». Añadamos un aumento espectacular de la burocracia, el control, las trabas, y la eliminación de toda disidencia o resistencia: lo que hará protestar a la líder alemana Rosa Luxemburgo poco antes de su muerte.

Hubo violencia, mucha, sin duda. Casanova establece que entre 1917 y 1922, «la revolución, la guerra, el terror, el hambre y las enfermedades, causaron diez millones de muertos», y añade en otro lugar que “muchas personas hoy, influidas por una parte sustancial de los relatos históricos y por los usos políticos de la historia, en un mundo en el que se marginan las luchas por la igualdad y una más justa distribución de la riqueza, reducen las revoluciones a la violencia”. Por eso era precisa una acción erudita, cuidadosa, desenredar la madeja, explicar esos procesos interactivos.

Asuntos poco frecuentes en la literatura anterior son bien destacados por Julián Casanova, como el papel muy activo de las mujeres (figuras como la de Aleksandra Kolontái, Nadia Krúpskaya y tantas otras, millones de activas, cultas, independientes), los contrapesos internos de mencheviques (más liberales y dialogantes) o social-revolucionarios; figuras dignas y posibilistas como el príncipe Lvov; el papel de las mal asimiladas nacionalidades no rusas del imperio (casi la mitad de la población: ucranianos, bielorrusos, polacos y hasta ochenta minorías lingüísticas). Los ecos culturales de los ya fallecidos Dostoievski y Tolstoi, y sobre todo de Gorki. O la mirada frecuente a la vida cotidiana y las acciones de la gente común, a la vida cultural y social, desde la Antropología.

Aunque el enfoque parece deliberado y rehúye aspectos demasiado individuales, uno echa de menos un más profundo tratamiento de la figura y las ideas de Lenin; o el análisis de la influencia de las de Marx y Engels (luego mitificadas) entre los primeros revolucionarios.

(*) Eloy Fernández Clemente (Andorra, Teruel, 1942) es economista e historiador. Catedrático de Historia Económica en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Zaragoza, de la cual fue decano entre 1996 y 1999.