Este adolescente en cuclillas que mira, descompuesto, al objetivo mientras sostiene la cabeza de un moribundo Robert Kennedy es Juan Romero. Nacido en México -en el hoy turístico estado de Nayarit bañado por el Pacífico-, el azar quiso que en la madrugada del 5 de junio este ayudante de camarero de 17 años empleado en el hotel Ambassador de Los Ángeles fuera testigo de un momento histórico. Y que su imagen -fijada para siempre por la cámara del fotoperiodista de Life Bill Epperidge- haya pasado a formar parte de la memoria colectiva del asesinato del político demócrata.

Juan admiraba a «Bobby». -así le sigue llamando con familiaridad aún hoy en día-. Tanto que hasta intercambió el turno con un compañero para poder estar más cerca del aspirante a presidir el país. Al chaval, el trueque no le salió gratis: tuvo que entregar a su compinche los 15 dólares de las propinas ganadas durante la noche y recoger todas sus mesas. Un precio módico, penso él, si la recompensa era, al menos, estrechar la mano de su ídolo. Aquel que había caminado junto al líder campesino César Chávez en defensa de los derechos civiles de los trabajadores del campo, al que «no le importaba el color o el nivel económico de una persona para ayudarla» y que, estaba convencido, iba a «salvar la nación».

Lo que no podía imaginar el chico es que, justo al dársela, Robert Kennedy caería abatido a sus pies y que ese instante lo marcaría de por vida. Y es que, durante décadas, Juan Romero no dejó de responsabilizarse del crimen. «Si no se hubiera detenido para saludarme...». Ni siquiera el compasivo gesto de depositar un rosario en la mano del agonizante a sabiendas de que pertenecía a una familia profundamente católica o aquel «todo va a ir bien» que le susurró el senador al oído le sirvió para sentirse reconfortado.

Hace ocho años, cumplió finalmente un viejo propósito que logró desentumecerle el alma: voló hasta Arlington, en el otro extremo del país, para visitar la tumba de su héroe. «Le pedí perdón. Y quiero creer que sí me perdonó».