Una de estas mujeres de las que habla María Zambrano era la zaragozana Amparo Poch y Gascón. Ella había caminado desde su niñez con una resolución que, ni sus propios familiares entendieron nunca. ¿De dónde le venía aquella lúcida precocidad, aquel saber lo que quería y adónde iba? Desde luego no es fácil de entender desde la atalaya de su modesto hogar donde imperaba la severidad castrense de su padre y la pudibundez de su madre, tan temerosa de Dios al extremo de no dejarse fotografiar por creer que era pecado.

«Comprenda usted que fuera el malestar, la vergüenza de la familia -nos dijo su prima doña María-. Una mujer que hablaba públicamente en los cafés, como un hombre, que se ponía pantalones y corbata, que escribía en los periódicos. Su padre, mi tío, sufrió mucho con aquella hija tan atrevida».

Marlene Dietrich impondrá a su regreso a Hollywood esta imagen, que adoptarán las mujeres progresistas en los años veinte, luciendo pantalones, chaqueta y corbata, atuendo entonces masculino. El mismo Juan Ramón Jiménez le regalaba corbatas a María Lejárraga. No olvidemos que la transgresión, frente a los comportamientos sociales de su época, fue una de las claves personales de Amparo Poch, en la que estaba inmersa la lucha por la emancipación de la mujer.

Desde niña tuvo claro que lo suyo era la Medicina, a sabiendas de que su padre consideraba que no era carrera de mujer y le impusiera la de Magisterio. Amparo Poch ingresó en la Escuela Normal Superior de Maestros, de Zaragoza, en 1917 y en 1922 iniciaba el preparatorio en la Facultad de Medicina, en Zaragoza, la única mujer en el curso académico 1922-23, junto a 435 compañeros. Al curso siguiente ya eran cuatro las alumnas.

Obstinada dedicación social

Amparo Poch nació el 15 de octubre de 1902 en la zaragozana calle Pignatelli, y a los 12 años, sin abandonar el barrio, la familia se trasladó a la paralela de la Misericordia. Le iba bien el nombre, a ella abrían sus puertas: el Hospital de Nuestra Señora de Gracia, que atendía a indigentes, donde a diario contemplaría el espectáculo de una humanidad doliente; La Real Casa de la Misericordia, el hospicio, donde las madres dejaban a sus hijos en el torno de la Caridad; y desde su casa-cuartel, vulgo Pontoneros destinada a los oficiales, vería salir a los soldados a «servir al Rey» en las guerras coloniales de África o en aquella época de agitación política y social, al ejército a reprimir a los obreros. En este paisaje urbano, espejo del mundo de los desheredados, hay que buscar las claves de esa obstinada dedicación social, hacia la causa de las clases humildes, desde el campo de la medicina y la pedagogía, que constituyó la dimensión real de su existencia.

Amparo Poch obtenía el Premio Extraordinario de licenciatura en el curso 1928-29. Los aspirantes fueron seis hombres y ella sola como mujer. La nueva doctora de Medicina y Cirugía, anunciaba el 13 de octubre en La Voz de Aragón la apertura de un consultorio médico para mujeres y niños, con horario especial para obreras. Su compromiso al elegir la Medicina como disciplina laboral, fue mitigar el dolor y el sufrimiento a las gentes que carecían de recursos económicos para sufragar atención médica, en un tiempo en que no existía asistencia sanitaria obligatoria. Y una mayoría de médicos se negaba a visitar a domicilio a enfermos sin solvencia, en hacinadas viviendas, sin la más elemental higiene y salubridad.

Los conocimientos de Amparo Poch de medicina y sociología, le permitieron informar generosamente a la mujer obrera sobre temas esenciales. En su empeño por desterrar su atraso e ignorancia, inculcará enseñanzas básicas a través de escritos, cursos y charlas, con un sentido pedagógico sobre maternidad, puericultura, sexualidad e higiene. Así como información general sobre las plagas de la época: sífilis, tuberculosis y alcoholismo. La Cartilla de Consejos a las Madres aparece en Zaragoza, en 1931, y al año siguiente fechaba en su ciudad el estudio de La vida sexual de la mujer, donde denunciaba el «inmenso desierto» de resignación sustentado por la ignorancia, que para gran parte de las mujeres ha sido su propia sexualidad. Amparo Poch consideraba que «la resignación es, casi siempre, en vez de virtud (como preconizaba la Iglesia), un defecto de resultados desastrosos». Esa sociedad había impuesto, secularmente, la moral pública. Uno de sus principales dogmas sociales consistía en preservar la honra femenina, cifrada en la integridad anatómica de su himen que «… solo podía ser desgarrado, sin vergüenza, después de una bendición». Con ella le bastaba a la Iglesia, como norma legal de garantía notarial, ante los ojos represores de la sociedad, una castidad avalada por una virginidad, que quizá ya no existía. Las tragedias que, secularmente, se habían producido en el mundo, a causa de la dichosa membrana, habían enterrado en cementerios y conventos a muchas víctimas inocentes; llenado las páginas de la literatura de todos los tiempos y establecido un comercio carnal y delirio erótico. La mujer tan discriminada, era la vestal del honor familiar, a costa de su represión sexual. Amparo Poch evoca en La vida sexual de la mujer un hecho vivido en sus tiempos de prácticas universitarias, en el Hospital de Zaragoza, para ilustrar hasta qué punto la gente asociaba la deshonra con la pérdida del himen: Una joven, víctima de una dolorosísima enfermedad de su aparato genital tuvo que ser operada y en la intervención perdió la virginidad. La muchacha aceptó que los médicos la hubiesen deshonrado a seguir sufriendo. Pero antes de abandonar el hospital pidió al cirujano un certificado que acreditara la causa de su deshonor.

Inquietud por la investigación

Amparo Poch, desde muy joven se interesó por la teoría de la evolución del mundo científico, los descubrimientos o las sugestivas hipótesis, comprobadas por la investigación, que luego divulgaba en sus escritos. En 1933, en la revista valenciana Estudios, revelaba en un artículo, El hombre ante la vida, las aportaciones de los investigadores científicos, persuadida de que sus descubrimientos cambiarían el mundo. Hablaba de la importancia de la Biología que progresaba paralelamente a la Fisioquímica (Darwin); de que la vida era una manifestación de la radioactividad (Zwaardemaker); de cómo prolongarla (Metchnikoff); de su hermanamiento con la Química (Bohn); y de la posibilidad de prolongar la vida, en el tiempo, si se lograba rebajar un grado la temperatura de la sangre (Loeb).

Amparo Poch prodigaba sus conferencias sobre estas materias en ateneos obreristas y en actos de propaganda, consciente de la necesidad de erradicar los tabús, los miedos y el sentimiento de culpa, el pecado, que suponía a los ojos de la Iglesia gozar libremente de la sexualidad, supeditada a la procreación. Amparo Poch escribió el Elogio al amor libre, una de las descripciones más poéticas, lúcidas y apasionadas sobre el tema, en la revista Mujeres Libres, que fundara con Lucía Sánchez Saornil y Mercedes Comaposada, en Madrid en la primavera de 1936, donde había llegado en 1934, desde su Zaragoza natal. La célebre publicación pretendía preparar a la mujer intelectualmente, para que adquiriese conciencia de su condición, emancipándose de atavismos ancestrales. Amparo Poch inauguraba en la revista el epígrafe Sanatorio de Optimismo, bajo la rúbrica Doctora Salud Alegre, donde campeaba su irónico sentido crítico, en clave de humor, con ilustraciones propias. Otro registro de Amparo Poch en esta publicación, fueron sus poemas inspirados por la lucha del pueblo contra el fascismo.

La vida de Amparo Poch, de claros objetivos emancipadores, estuvo marcada por un incansable altruismo en pro de las causas justas. En Valencia, en 1936 fue directora de Asistencia Social, junto a la doctora Mercedes Maestre, y Federica Montseny como Ministra de Sanidad, cargo para el que estuvo propuesta la doctora Poch. Por una orden del 26 de agosto de 1936, Amparo era nombrada, en representación del Partido Sindicalista, miembro de la Junta de Protección de Huérfanos de Defensores de la República, creada por el Ministerio de Instrucción Pública. En Barcelona, en 1937, dirigió el Casal de la Dona Treballadora, donde se capacitaba a la mujer obrera con un programa cultural, profesional y social. Bajo su dirección estuvieron cientos de niños refugiados de Madrid, en Granjas-Escuelas, con un programa pedagógico de su autoría. En plena guerra fue responsable directa de las expediciones de niños llevados fuera de nuestras fronteras, para alejarlos del hambre y de las bombas. Mercedes Comaposada señaló: «Lo más sorprendente de su personalidad fue siempre su capacidad de trabajo y esa espléndida generosidad que trascendía de su exuberante e infatigable naturaleza».

Doctora en la clandestinidad

Su actuación humanitaria continuó en el exilio. A principios de 1939 entraba a Francia por Prats de Molló, custodiando a un grupo de niños refugiados. En septiembre de 1939, al comenzar la segunda guerra mundial se trasladó a Nîmes, donde sobrevivió pintando pañuelos y bordando para unos grandes almacenes. Y algo esencial: ejerciendo su profesión clandestinamente, para las gentes que solicitaban sus servicios, a riesgo de ser extraditada a la España de Franco, ya que estaba prohibido a los refugiados ejercer libremente sus profesiones. Al acabar la segunda guerra mundial, Amparo Poch, se trasladó a Toulouse, donde la orden del 6 de agosto de 1945, en su artículo 3, autorizaba a los médicos españoles a ejercer en el país de acogida. En el Hospital de Varsovia, de Toulouse, asiste a los guerrilleros españoles y en el dispensario de la Cruz Roja, de la rue Pergaminiêres, presta sus servicios como médica general y ginecóloga, sin abandonar sus colaboraciones en la prensa del exilio y en la pedagogía sanitaria, con la entrega que caracterizó su vida militante y altruista. Y en la primavera de 1961, Marie Laffranque, profesora universitaria en Toulouse, prestigiosa hispanista y principal lorquista (estudiosa de Federico García Lorca), del grupo Nosotros, de acción no violenta frente a la guerra de Argelia, se ponía en contacto con Amparo Poch. Estaban organizando el envío de personal sanitario, de Francia a Argelia, destinado a atender a la desasistida población nativa, y muy particularmente al barrio más humilde de la ciudad de Argel: La kasba, y le pedía a la médica aragonesa su colaboración. Amparo Poch le respondió en el acto que estaba dispuesta a unirse al equipo que iba a prestar servicio a Argelia. La firma de la paz con Francia, anuló el compromiso de Amparo.

En las postrimerías del año 1967, al caer enferma, la llamada Ángel de la Guarda de los refugiados españoles, ausente de su Zaragoza natal desde su exilio, quiso volver a su tierra, pero sus hermanas, ultracatólicas, le prohibieron su regreso dada su vida de mujer libre, alejada de la Iglesia. Amparo Poch fallecía en Toulouse, el 15 de abril de 1968, asistida por sus compañeros de exilio a quienes legó sus pertenencias.

Pioneras irrepetibles

A estas luchadoras vanguardistas, pioneras irrepetibles, que tuvieron que librar batallas en solitario, en las fábricas, los sindicatos, la universidad, en todos los ámbitos en una sociedad reprimida, le debe hoy la mujer actual, el notable proceso de su emancipación. A pesar de la abolición por el franquismo, de las leyes emancipadoras conseguidas por ellas, tras tantos años proscritas, sus luchas, su compromiso, su lección de dignidad, nos asistieron en nuestra liberación, y es que, en la memoria trágica y luminosa de sus exilios interiores y exteriores, en sus cárceles, en sus torturas, en sus fusilamientos en tapias y fosas comunes, residía liberalizador, el germen de la resistencia frente al fascismo.