Es cierto que Emir Kusturica ya no es aquel director que ganó dos veces la Palma de Oro de Cannes -por Papá está en viaje de negocios (1985) y por Underground (1995)-, pero al mismo tiempo es rotundamente falso: En la Vía Láctea, el primer largo de ficción que dirige desde Prométeme (2007), posee los mismos ingredientes que casi todas sus películas: la guerra de los Balcanes, notables dosis de fantasía, mucho slapstick -algunas de sus escenas son puro cartoon-, trompetas y acordeones que suenan sin cesar y una historia llena de romanticismo: la de un lechero que cruza el frente en bicicleta cada mañana, y cuya vida se pone patas arriba con la llegada de una misteriosa mujer italiana.

-El proceso de producción de ‘En la Vía Láctea’ fue del todo inusual. Usted primero rodó un corto, y desarrolló el resto de la película a partir de él. ¿Qué retos entrañó ese método?

-El corto, que coincide con la secuencia final de la película, muestra a un hombre que transporta piedras montaña arriba. Para ser sincero, desarrollar una película entera a partir de esa simple imagen fue la mayor dificultad creativa que he afrontado en toda mi carrera. No tenía ni idea de cómo empezar una película por el final. Pero los árabes escriben de derecha a izquierda y los chinos de arriba a abajo, ¿no? Fue un proceso muy difícil pero maravilloso.

-También muy largo, ¿no es así? Completar la película le llevó más de tres años.

-Sí, y en ese periodo no cambié la idea original lo más mínimo. El tiempo nunca ha sido un problema para mí. En este caso decidí que quería filmar toda la película en exteriores para que la naturaleza tuviera un papel protagonista. Había que rodar en verano, pero resultó que el verano de 2014 fue uno de los más lluviosos de toda la historia de Serbia. Hubo que esperar meses y meses a que volviera el sol. Como digo, no hubo más remedio que prolongar el rodaje.

-¿Cómo logró mantener la motivación entre los actores y el resto del equipo?

-Ofreciéndoles una taza de té cada mañana y escuchando constantemente sus ideas sobre cómo mejorar la película. Es lo que he hecho siempre. He rodado 10 películas, todas ellas siempre con equipos grandes, y en toda mi carrera solo unas pocas personas me han dejado tirado en medio del rodaje. Soy un director agotador, lo sé. Pero por mis películas lo doy todo, me sacrifico. Y mis equipos se contagian de esa entrega.

-¿Por qué decidió protagonizar la película usted mismo?

-No me quedó otro remedio: había cometido la equivocación de protagonizar el corto. No me gusta actuar, no disfruté de la experiencia y no pienso repetirla. Estar dando tumbos durante todo el rodaje de un lado al otro de la cámara es durísimo. Y el trabajo se resiente. Ahora respeto aún más a Chaplin y a todos esos directores que protagonizaban sus propias películas. No entiendo cómo podían arreglárselas para evaluar lo que estaban haciendo como actores.

-Tener a Monica Bellucci como compañera de reparto debió de resultarle de ayuda.

-Lo que más me enorgullece de haber trabajado con ella es que me permitió besarla. Bromeo, por supuesto. Es una actriz muy valiente. Al principio ella tenía reparos a la hora de rodar algunas escenas de acción, y yo le decía: «Monica, seguro que Sandra Bullock no tendría miedo de hacerlo». También le decía que no había nada que temer, que yo era su James Bond. Funcionó.

-En la película, la guerra de los Balcanes está presente pero siempre en segundo plano. No se nos dan detalles que nos permitan entenderla, ¿por qué?

-¿Cree usted que las guerras pueden entenderse? Yo no. Además mi idea era que las explosiones y los disparos funcionaran a modo de telón de fondo de algo más profundo: las relaciones y el sufrimiento humanos. Además, ¿qué hay que explicar de la guerra a estas alturas? Desde los años 90 todas van de lo mismo. Primero fue Irak y luego Serbia, y desde entonces las guerras no han dejado de sucederse; y en última instancia todas se basan en el beneficio económico.

-¿Usted cree que se puede hablar de los Balcanes sin hacerlo de la guerra?

-A mí me resulta muy difícil. La región siempre ha sido el epicentro del antagonismo entre Europa Occidental y Europa del Este, y eso nos ha convertido en un pueblo esencialmente trágico, y atrapado en un círculo vicioso. Las guerras no resuelven los problemas que las desencadenan, solo generan nuevos problemas que conducen a nuevas guerras.

-¿No aprendemos nada?

-Nada. Han pasado dos décadas desde el conflicto que destruyó los Balcanes y la gente sigue muriendo masivamente en todo el mundo. Es descorazonador. Por otra parte, ¿cómo iba a servir para algo? Estamos tan contaminados por el capitalismo que lo único que nos importa es la fecha de lanzamiento del nuevo modelo de iPhone. No esperamos nada más, ni queremos nada más, ni nos acordamos de nada más. Y, mientras tanto, cambia el orden de los factores pero las consecuencias son las mismas.

-¿Qué quiere decir con eso exactamente?

-Ahora se habla de humanitarismo y de intervencionismo democrático, pero al final una guerra es una guerra, las bombas son bombas y los muertos son muertos. Las organizaciones humanitarias, que van por ahí dando lecciones de moralidad, se financian con los mismos fondos que las guerras. Los mismos grupos de poder están detrás de ambas. La guerra es lo que mueve algunas de las economías más importantes del mundo, y por eso se permiten bombardear a otros países y propagar la democracia con bombas. Fíjese en el expresidente de Estados Unidos Barack Obama. Él, todo un premio Nobel de la paz, ordenó el asesinato de 27.000 personas con drones. Él fue quien empezó la guerra en Siria. Toda Europa está pagando las consecuencias. Pero, bueno, qué se yo. Solo me dedico a hacer películas.

-Hay quienes le acusan de hacer siempre la misma película.

-Y no me importa. También han dicho eso de Martin Scorsese, y de Pedro Almodóvar. Hablo de mi mundo. Y mi mundo son los Balcanes, un lugar del todo único. En ningún otro rincón del mundo la mezcla cultural entre Oriente y Occidente afecta tanto a las vidas de la gente. Yo siempre digo que, si los Balcanes fueran una obra de teatro, serían un Shakespeare protagonizado por los hermanos Marx.

-¿Por qué ha pasado tanto tiempo desde su anterior largometraje de ficción?

-Cuando llegas a mi edad es muy difícil encontrar a quien te pague las películas. No importa lo bueno que seas, los inversores dan por hecho que te has hecho viejo y estás acabado. Eso es lo que le pasó a Fellini. Además, mis películas siempre han sido fruto de la pasión, y con la vejez la pasión se pierde. Esta película me ha servido para comprobar si yo sigo teniéndola.

-¿Y?

-No creo que vaya a ser capaz de hacer otra película como En la Vía Láctea, las fuerzas físicas me están fallando. Y ya no disfruto haciendo cine, lo único que me complace es comprobar que la gente responde positivamente ante mis películas. Competir en festivales, por ejemplo, me resulta insoportable. Entre sí compiten los deportistas, pero los artistas no deberíamos hacerlo. Yo lo he hecho una vez más con esta película, pero creo que será la última. Y no sé si en 10 años seguiré en este negocio, sinceramente. Prefiero pasar el tiempo cultivando fruta orgánica.

-¿Cree que el cine ha cambiado demasiado?

-No tengo ninguna duda. Hace 25 años servía para mejorar el mundo, y para plantear interrogantes existenciales, políticos e históricos. Hoy solo es útil para vender palomitas. El 90% de las películas que tienen éxito son una auténtica idiotez. Por eso, no lo echaré de menos. Tampoco creo que yo vaya a ser echado de menos.

-¿Y qué hay de la música? ¿Su trabajo con la banda de rock No Smoking Orchestra le motiva más?

-Nuestra música está diseñada para curar a la gente y darles felicidad, y para hacer que sus vidas sean más llevaderas. Empecé a trabajar con la banda hace 30 años, era un momento muy oscuro de mi vida. Gracias a la música descubrí que el arte puede funcionar como terapia, y que ninguna otra forma artística es tan efectiva en ese sentido como la música. Cuando subo al escenario intento llevar al público a la catarsis, y muchas veces lo consigo. Las películas no logran esas cosas.