La gran maquinaria propagandística que envuelve el desfile anual de Victoria’s Secret mantiene que, el próximo martes, 800 millones de espectadores (En España lo retransmitirá el canal DKiss) sufrirán una insolación de brillos tras asistir, un año más, a este espectáculo que, más que un show, parece una visita a la cabeza de Donald Trump en la intersección justa en la que se unen dos de sus grandes pasiones: el machismo y el capital. Ya saben. Sujetadores de dos millones de dólares. Musicón. Rubiazas de 1,90 metros y burbujeantes que lanzan besos al infinito. Una feminidad, cabe decir, tan hiperproducida como la del célebre reality de drag queens RuPaul’s Drag Race, ironizaba estos días la periodista británica Catherine Bennet. La misma cantidad de laca y pestañas postizas, pero con menos humor y más disimulo. Adentrémonos, pues, en el andamiaje del fenómeno a partir de sus abultadas cifras.

40 botes de laca

No, a los ángeles de Victoria’s Secret no les queda así el melenón tras pasarse el secador de mano. Necesitan decenas de extensiones -«¿cuántas más me vas a poner?», escuchó un reportero de WWD preguntar, horrorizada, a Karlie Kloss- e invertir en la obra de ingeniería casi un bote laca. Los trabajos de construcción no acaban aquí: en la puesta a punto de las 55 modelos, intervienen 32 peluqueros, 32 maquilladores y 60 planchas. Además, un equipo de countouring -técnica que esculpe rostros y cuerpos a base de brochazos de maquillaje- hace sesiones personalizadas dos días antes del desfile. El día de autos, retocan «imperfecciones» -la palabra, conste, es suya- y fijan el bronceador para que el moreno permanezca intacto cuando las modelos, arrastrando el calvario de las alas, empiezan a sudar. ¿Quién diría que los ángeles también transpiran, verdad?

Mil calorías quemadas por cada sesión de gimnasia

Llegamos a un punto problemático de la fantasía alada, que año tras año subraya esa idea dañina de que la felicidad femenina es algo a lo que puedes acceder -siempre que midas 1,75 metros y encajes en las credenciales 86-60-86- si estás dispuesta a sonreír sin motivo, a ser sexualmente deseada sin que a nadie le importe un pimiento qué deseas tú, y a entrenarte como un marine, pero sin oler los carbohidratos. Incluso en el contrato que firman las modelos se les prohíbe difundir fotos de sus andanzas nocturnas y, en cambio, se les invita a documentar sus sesiones de gimnasio, para que se asiente la idea de que sus cuerpos son fruto del deporte y no de dietas extremas como la que se le ocurrió explicar a Adriana Lima. ¿Recuerdan? La modelo brasileña -que no toma un zumo detox sin que su nutricionista le tase la masa muscular, el porcentaje de grasa y los niveles de retención de líquidos- explicó años atrás que, para ponerse a punto, nueve días antes del desfile solo ingiere batidos de proteínas, huevos en polvo y cuatro litros diarios de agua, y que 12 horas antes del show deja incluso de beber. Ahora, acatando los nuevos mandamientos corporativos, afirma que a base de hacer cuerda, boxeo y levantamiento de pesas quema 1.000 calorías en cada sesión de entrenamiento.

42 millones de dólares de presupuesto

Para convertir la fantasía de Trump o de cualquier petrolero tejano en un artefacto publicitario global, la casa dispone de un presupuesto de 42 millones de euros -cuando, de media, un desfile en Nueva York ronda los 390.000-. ¿Cuánto cuesta contratar a una top? ¿85.000 dólares? ¡Póngame 15! ¡Acabemos con las reservas mundiales de plumas! ¿Que no es suficiente? ¡Hagamos un sujetador con oro y zafiros! ¡Volemos todos a Shanghái! Cabe decir, sin embargo, que organizar este año el desfile en China responde más a los planes comerciales que al gusto del show por el exceso. La casa espera sacar tajada de los 28.000 millones de euros que en el 2020 moverá el mercado chino de lencería, según la consultoría Euromonitor, más del doble de lo que el sector factura en EEUU.

Un imperio de 6.500 millones de euros

Los expertos del branding podrían decir que Victoria’s Secret se ha mantenido fiel a su origen, ya que un tipo llamado Roy Raymond la fundó hace 40 años con la idea de abrir una tienda de ropa interior al gusto de los caballeros, donde no pasaran vergüenza «ni se sintieran como pervertidos», dijo él mismo, al curiosear y comprar lencería. En 1982, le vendió a Les Wexner, empresario textil, el puñado de tiendas que tenía en San Francisco por un millón de dólares. Cuando el fundador, devorado por las deudas, se tiró del Golden Gate en 1993, Wexner ya había puesto los cimientos de este imperio que factura al año 6.500 millones vendiendo lujo y fantasía en sujetadores que cuestan sobre 50 euros y que, junto con las otras marcas de L Brands asciende a 10.000 millones anuales.

Wexner, por cierto, es el hombre más rico de Ohio y el CEO más longevo de Forbes: lleva más de medio siglo al mando, cuando la media no supera los siete años. En los últimos tiempos, sin embargo, a la vez que bajan las ventas de la casa -el 5% en septiembre, respecto al mismo periodo del año anterior- y que las acciones pierden una tercera parte de su valor, se está empezando a preguntar si las fantasías al estilo Trump están empezando a ser material desechable.