rio y la benevolencia. En el 2007, cuando reinaban series como Hannah Montana, las prioridades eran, por este orden, la fama, el logro, la popularidad y el éxito financiero. En apenas 10 años, la comunidad y la tolerancia habían pasado al furgón de cola de los tiempos.

Así que la crisis no hizo más que abundar en el guion. «El discurso sobre la celebridad que mejor se adapta al escenario actual es el que espectaculariza, y por tanto naturaliza, las diferencias sociales y las desigualdades», sostiene el crítico cultural Nacho Moreno, para quien los famosos se han convertido en una especie de superconsumidores privilegiados que en sus elecciones condensan estilos de vida. «Su papel es clave porque ejemplifican como nadie que la clase social es una cuestión que depende del consumo -añade-. Reducen la pobreza o la riqueza a una cuestión de elección personal y la desvinculan del contexto social».

Donde la mayoría solo vemos a una celebridad dando los buenos días con su pantalón de yoga, Moreno sigue viendo más. «Para acumular atención, que luego se traduce en dinero, los famosos se erigen en los máximos representantes de esa labor emocional que caracteriza trabajos tradicionalmente femeninos como los de azafata o dependienta, en los que constantemente se debe sonreír y ser amable y accesible -añade el crítico-. Hay una serie fascinante en Netflix, Chasing Cameron, que habla de una estrella de las redes sociales que demuestra cómo el camino a la fama está repleto de ese trabajo realizado casi a nivel industrial a través de eventos donde se ve con fans y se pasa cinco horas dando breves abrazos y diciendo ‘te quiero’ de una forma cada vez menos convincente».

Para el ensayista Fernández Porta, otro explorador de puntos ciegos, una de las claves de ese enganche es el momento de «la confidencia». Es decir, cuando se nos revela algo. En un mundo que nos parece cada vez más controlado, pautado y mecanizado, la confidencia se convierte en el momento más caliente de la comunicación, en un instante que percibimos como «más pasional que el amor y más íntimo que la sexualidad». Cuando se transmite la información reservada, sigue el crítico, los datos sobre la vida privada se combinan con los estilos de vida. «Entendemos ese momento de revelación extraoficial como un fallo del sistema, que es la única forma que nos queda de definir lo humano».

Y así, entre confidencias, llegamos al final de esta inmersión por una cultura de la celebridad que a menudo tenemos mucho más interiorizada de lo que creemos. ¿O es que acaso no estamos influidos por los likes y el número de seguidores? ¿No nos convertimos, con nuestras cuentas en Facebook, Twitter o Instagram, en sujetos vigilados y vigilantes? Dirán, y con razón, que estas plataformas han democratizado la fama, que han permitido establecer nuevas formas de comunicación y que han brindado recorrido y altavoz a mensajes de transformación social. Sin embargo, el filósofo Byung-Chul Han llega a paso ligero dispuesto a agriarles el día. Según Han, mientras que las celebrities exponen lo que quieren a sueldo, nosotros -cuando apuntalamos la popularidad propia o husmeamos en la ajena- vamos cediendo datos gratis que sirven para clasificarnos según nuestros gustos y poder adquisitivo, y vender luego esta radiografía a quienes, en esferas más opacas y privilegiadas, están diseñando el nuevo mundo.