El 11 de junio de 1981 Issei Sagawa invitó a Renée Hartevelt, una holandesa de 25 años, a su apartamento en París para una sesión de lectura de poesía. Ambos eran estudiantes en la universidad de La Sorbona, y amigos desde hacía unos meses. Mientras la joven estaba sentada en el salón leyendo en voz alta, Sagawa caminó al otro extremo de la estancia y sacó una carabina que había en un cajón, apuntó el arma hacia la nuca de ella y apretó el gatillo. Después de tener relaciones sexuales con el cadáver, empezó a comérselo. Ingirió partes de los glúteos, los muslos, los senos, los labios y las pantorrillas, algunas crudas y otras fritas en una sartén.

Después de dos días decidió que necesitaba deshacerse del cuerpo. Compró dos maletas grandes, las llenó con los restos y llamó a un taxi. Mientras las cargaba, el taxista comentó lo pesadas que eran. Al llegar al bosque de Boulogne, dejó el equipaje y huyó, ante la mirada de dos corredores que inmediatamente abrieron las maletas. Sagawa fue detenido cuatro días después. Se determinó que estaba loco, e ingresó en una unidad psiquiátrica en París. Después de cuatro años, fue deportado a su Japón natal. En la orden de deportación no se especificaba que el hombre tuviera que ser mantenido bajo llave así que, desde entonces, Sagawa ha sido un hombre libre. Su perturbadora figura ocupa el centro del documental Caníbal, sin duda la película que más revuelo, desconcierto, horror y estupor ha provocado estos días en el Festival de Toronto.

La vida que Sagawa tras lo que él llama «el incidente» también causa desconcierto y estupor. Durante las últimas tres décadas el hombre ha sido presentador de un talk show y tertuliano esporádico en televisión, ha escrito una veintena de libros sobre su crimen y sus fantasías depravadas, ha publicado un cómic que rememoraba el asesinato, ha protagonizado una película porno también basada en los hechos y hasta ha sido crítico gastronómico para una revista antes de ser finalmente apartado de los focos.

Entre Disney y el porno

Firmada por Lucien Castaing-Taylor y Verena Paravel, la película es mayormente una radical sucesión de primerísimos planos del rostro de un hombre que desde el 2013, tras sufrir una hemorragia cerebral, vive postrado en un minúsculo apartamento de paredes al parecer recubiertas de fotos pornográficas. Mientras exploran sus rasgos reptilianos, los directores tratan de acceder al océano de deseos insondables que esa opaca superficie oculta.

Sagawa medita sobre su patología de forma vaga, y define su crimen como un acto sexual y erótico. «Quise absorber su belleza y su energía», explica. Para él, comerse a Hartevelt fue una forma de besarla -George Bataille dijo una vez que el beso es el inicio del canibalismo-. «¿Quién no quiere probar el sabor de los labios de su amante?», se pregunta. «Yo tenía un gran deseo de morderla, pero no necesariamente de matarla. Tal vez si ella me hubiera dejado comerla solo un poco...».

A lo largo de la película descubrimos su inquietante gusto por los personajes de Disney y los muñecos de peluche, y sentimos escalofríos al oír el sonido que emite al engullir pan con chocolate. Vemos un fragmento desenfocado de su película porno, en el que se masturba mientras le orinan el rostro. Le oímos contar con pavorosa frialdad detalles del incidente mientras hojea aquel manga que él mismo escribió e ilustró. Lo primero que cortó, explica, fueron las nalgas. «Quería comérmelas más que nada en este mundo. Primero lo intenté a mordiscos, pero la carne humana es demasiado gruesa».

El relato resulta insoportable incluso para su hermano Jun, que se encarga de sus cuidados y que aparece junto a él durante buena parte de la película. También él tiene sus perversiones. Acostumbra a usar alambre de púas o enormes cuchillos de cocina para lesionarse el brazo derecho, al que atribuye connotaciones fálicas. Es, dice, como si se masturbara. «Pero yo jamás comería carne humana», matiza entre risas.

«Sé que estoy absolutamente loco», afirma el infame caníbal. «Ya no soy un ser humano», añade mientras la cámara trata de detectar algún rastro de emoción, de la que sea, en su mirada perdida. Caníbal no explica a Sagawa ni lo condena, y quizá sea por eso que contemplar la película pueda generar repulsión. Pero su intención es mucho más interesante, y más útil, que emitir juicios: ofrecer una mirada a un mundo de soledad y abyección terribles, al abismo de un hombre irremediablemente consumido por los más oscuros impulsos.