Los deben de haber visto. Porque están por todas partes. Observen a su derecha. Y ahora a su izquierda. Allí donde miren, allí habrá un chándal. ¿Lo ven? Letizia acude a una audiencia real con algo parecido al pariente marqués de los pantalones que llevan las chavalas que cantan trap en el parque. La factoría Kardashian y Zara erigen la prenda fetiche del barrio en su última mascota. Cindy Crawford se pasea por la semana de la moda de Nueva York con limusina, tacones y los pantalones de poliéster con corchetes que encubraron -y sepultaron- los años 90. Y las redes sociales monitorizan al actor Armie Hammer, que por lo visto descubrió el clásico Adidas de tres rayas en algún momento entre el festival de Sundance y los Oscar, y le cuesta dolores hacer cualquier cosa -ya sea salir de noche o presentar Call me by your name- sin él.

Ya se sabe que cuando la realeza, Zara y las Kardashian confluyen en algo, es que ese algo está al borde de la implosión. Es la llamada regla del dinosaurio: cuando una moda se hace gigantesca -y eso quiere decir que alcanza el tamaño-diplodocus- significa que está a media hora de extinguirse. Así que cabe la posibilidad de que este texto acabe poniendo el epitafio a esta nueva edad de oro chandalera que los analistas del ramo, que siempre tienen explicaciones para todo, relacionan con una búsqueda de canallismo y nervio callejero, debidamente filtrado, a base de barrio, de bling bling y de dos revivals: el del glamur freak y protoselfi de Paris Hilton -que, recordemos, se pasó los años 2000 metida en un chándal de terciopelo-, y el de la lad culture, aquellos chicos maleducados de los suburbios obreros ingleses que se convirtieron en los héroes de los 90 a base de brit-pop, chaquetas Adidas, latas de cerveza y bronca non-stop.

Lo cierto es que no es ninguna novedad que firmas como Vetements, Dior y Gucci hayan deslizado el lujo hacia el uniforme de la chavalería británica de hace dos décadas. De hecho, desde que el chándal salió del gimnasio en los años 70 al calor del rap, el break dance y los grafitis, la prenda que durante años representó la distopía del gusto burgués ha disfrutado en cada década de sus episodios de gloria y, a su manera -que suele ser esquinada- ha conectado con el espíritu de cada época.

Su historia, cabe decir, se remonta a finales del siglo XIX, cuando los vendedores de ajos del mercado de Les Halles de París, los marchand d’ails, empezaron a llevar unos jerséis de canalé que les tejían sus mujeres contra el frío. Al poco tiempo, aquellas prendas pasaron a llamarse chandails y saltaron por primera vez del círculo obrero al burgués -un camino que luego no han dejado de recorrer- cuando el fabricante La Gamard d’Amiens comercializó jerséis muy parecidos a precios mucho más caros. A partir de entonces y a paso ligero, el chandail penetró en los círculos deportivos de las universidades y, en la primera guerra mundial, las tropas francesas hicieron acopio de aquellas prendas que, en medio del endiablado infierno de piojos, frío, lluvia y lodo, permitían al menos conservar algo de calor sin perder la movilidad.

Del gueto a Beverly Hills

Décadas más tarde, la silenciosa prenda irrumpió como un trueno en la historia de la indumentaria al paso asincopado, basculante y enfadado de los llamados b-boys y de todas aquellas bandas de hip-hop que, como Run DMC, escupieron sobre el buen gusto blanco a base de chándals, cadenas de oro, puño en alto y verbo incendiario. Por aquellos años, España también asistía a la fiesta del algodón y el poliéster con la incipiente cultura de pasar el sábado por la tarde en el híper, y con el tropel de folclóricas que convirtieron en su marca personal la trinitaria formada por chándal, chorro de voz y drama.

Luego, en los 90, la prenda vistió el nuevo laborismo de Tony Blair, facción fish&chips y sexismo cervecero, y el advenimiento de una estrella local, Belén Esteban, que lo erigió en un básico neutro de su armario. Ya entrados los 2000, Paris Hilton, pionera en exhibir que los millonarios pueden hacer siempre lo que les dé la gana, inspiró (precisas) distopías a quienes vieron que su caniche, su chándal de terciopelo y su reality eran a la cultura de la celebridad lo que las trompetas al apocalipsis del turbocapitalismo e Instagram.

Quien estos días está documentando con más humor este advenimiento chandalero es el actor Armie Hammer y, sobre todo, su mujer, Elizabeth Chambers. En su cuenta de Instagram, la actriz escribe junto a una imagen en la que aparece el intérprete de ‘Call me by your name’ vestido, cómo no, con un clásico de Adidas: «Discutiendo apasionadamente sobre el futuro del chándal». Una prenda fetiche también para Rihanna, el clan Kardashian y Camila Cabello, y una ‘travesura’ palaciega en las audiencias de la reina Letizia.