aquel día, Marilyn Monroe no se presentó al rodaje de <i>Something got to give</i> bajo las órdenes de George Cukor, película que debía devolverla a la cartelera tras un año en el que la angustia, el alcohol y el abuso de sedantes la habían llevado hasta un psiquiátrico en el que, en lugar de afecto y tranquilidad, se topó con una habitación de aislamiento. Cabe decir que, tras la pausa, las cosas no habían cambiado en exceso. La actriz, sumida en un torbellino autodestructivo y rehén del deseo ajeno, se seguía comportando como alguien irritante e ingobernable. Y aquella velada, una vez más, se prestó a ejercer de <i>sex symbol</i>, a ser el jadeo susurrante de aquel icónico <i>Happy birthday, Mr president </i>que le ofreció a John F. Kennedy por su 45º aniversario en una fiesta que se adelantó 10 días a la fecha porque, en realidad, lo que aquel día se oficiaba en el Madison Square Garden de Nueva York era una superrecaudación de fondos del partido demócrata. ¿Qué podía dar más morbo, debían felicitarse los relaciones públicas, que la mujer más deseada del planeta le cantara, enfundada en un vestido que parecía pintado, al hombre más poderoso del mundo, más aun cuando se rumoreaba que eran amantes?

«Ahora ya me puedo retirar de la política, tras haber escuchado un Cumpleaños feliz cantado para mí de forma tan dulce»<b>,</b> dijo el presidente. La icónica escena, sin embargo, tenía una tramoya inquietante, como se han encargado de señalar los biógrafos de él y los diarios íntimos y la poesía de ella.

El día de autos, por ejemplo, Monroe fue despedida del rodaje. En un primer momento, le habían dado permiso para viajar a Nueva York, pero luego se lo negaron y la actriz se largó durante siete días. Y aunque en sus escritos íntimos aquella mujer de pulso herido, culta y con un cociente intelectual superior a Einstein aspiraba a interpretar a Chéjov y a O’Neill, aquel día en Manhattan volvió a cumplir a rajatabla con su papel de Marilyn. Se enfundó un vestido de gasa y seda con 2.500 incrustaciones de cristal que, de tan ajustado, requería ser cosido por detrás y no llevar ropa interior. El traje, que costó el equivalente a 12.000 euros en 1962, era de Jean-Louis Berthault, el mismo que firmó aquellos diseños de <i>efecto desnudo</i> tan de moda tras la segunda guerra mundial como el que lució Rita Hayworth en la escena de la bofetada de <i>Gilda</i> o el bañador de Deborah Kerr en <i>De aquí a al eternidad.

</i>Por supuesto que cuando se abrió paso, cual ofrenda, en la oscuridad del espectacular Madison Square Garden, Monroe no parecía infeliz, sino relajada y anhelante. Y por supuesto que nadie adivinó que la actriz, cuyos gritos de auxilio nadie supo escuchar, se iba sumiendo en su último verano. El 5 de agosto apareció muerta en su casa de Los Ángeles junto a un frasco vacío de secanol, cinco días después de pasar un oscuro fin de semana en Cal-Neva Lodge, guarida de la mafia, con hombres poderosos.

Un presidente enfermizo

El galán del evento tampoco era en absoluto el hombre saludable e irresistible que proyectaba su imagen, ni por supuesto el mito que empezó a nacer en aquel fatídico desfile en Dallas, apenas un año y medio después. El día de su fiesta de cumpleaños, el entonces presidente aún no había cerrado el incendio de Bahía Cochinos -en el que murieron centenares de hombres y más de mil fueron apresados-,

ni su manejo en la crisis de los misiles, declarada el octubre siguiente, lo había convertido aún en el paradigma de la resolución de conflictos. De hecho, es muy posible que Kennedy, con abultado historial médico, hubiera acudido a aquella velada tras recibir ocho inyecciones con sedantes que requería para aguantar los actos públicos.

JFK sufría osteoporosis, colitis ulcerosa y dolores desgarradores de espalda que le impedían calzarse sin ayuda. Y aquel inflamable y crítico 1962 dependía de pastillas y medicación para dormir, despertarse, mantenerse en pie o estar medianamente consciente en los días más críticos. Realmente, las escenas icónicas tienen pies de foto terroríficos.