Han pasado 20 años, pero Diana de Gales aún no descansa en paz. Y no es solo que en cuatro ocasiones hayan tratado de profanar su tumba en Althorp, como ha revelado su hermano, el conde Spencer. El aniversario de su muerte -el próximo jueves- ha reavivado el recuerdo de la princesa en una gran variedad de documentales, entrevistas, fotos inéditas, recuerdos y testimonios. Se han vuelto a contar las historias más dulces y las más sórdidas de su vida y muerte. Cada detalle, público o íntimo, de su existencia, ha sido juzgado, analizado e interpretado de nuevo. Sus propios hijos han mostrado una extrema locuacidad. Guillermo y Enrique han hablado largamente de penas y traumas personales, en un nuevo estilo de sentimentalismo de la realeza británica, del que su madre fue pionera. «Los críticos piensan que ha sido imprudente por su parte el haber revelado tantas cosas», opinaba el diario The Times, tras el documental, emitido por la cadena ITV, Diana, nuestra madre: su vida y legado. La realeza quiere ahora emocionar, pero ya no logra hacer soñar. La desgraciada historia de la «princesa del pueblo» acabó para siempre con el hechizo.

El folletín

Diana era demasiado joven cuando se casó, algo que a menudo se olvida. Con 19 años fue la virgen rubia, de ojos azules, llevada en carroza al altar, para mayor gloria del trono de Inglaterra. «La boda del siglo», como se llamó a aquel enlace, encandiló al mundo en 1981. Catedralicia y pomposa, retransmitida por televisión al planeta entero, la unión quedó sellada con el beso nupcial ante la multitud en el balcón de palacio, como manda la tradición. La puesta en escena duró poco. Los novios ni fueron felices, ni comieron perdices. El príncipe Carlos nunca renunció a su amor, Camila Parker Bowles. El papel requerido para Diana consistió en darle un heredero a la Corona. El romance que nunca fue, con el marido que nunca la quiso, acabó en un folletín interminable de intrigas y golpes bajos entre la pareja. Por primera vez en la familia real británica, los trapos sucios se lavaron en público. La historia tuvo un final de serie B. Diana murió a los 36 años, estrellándose con un coche en un puente del Sena, junto a un último amante, un playboy árabe millonario.

El desamor

El culto universal que despertó Diana en millones de personas, lo que la convirtió en la «reina de corazones», tuvo mucho que ver con su vulnerabilidad. Ella rompió otra regla de la realeza y la cultura británicas, esconder los sentimientos (the stiff-upper-lip, en expresión inglesa) y mantener fríamente las distancias. El gran trauma de su infancia fue el divorcio de sus padres cuando tenía siete años. La soledad, «las inseguridades» y la «infelicidad» de las que ha hablado su hermano, se acentuaron después con el fracaso de su matrimonio. En unos vídeos rodados por el profesor de voz de Diana, Peter Sttelen, cuando tomó clases para mejorar su dicción en público, ella misma narra cómo acudió a la Reina para hablar sobre Carlos y la relación con Camila. «Estaba sollozando y fui a ver a la top lady. Le pregunté: ‘¿Qué puedo hacer?’ y (la reina) dijo: ‘¿No lo sé. Carlos es un inútil». En los vídeos, rodados entre 1992 y 1993 en el Palacio de Kensington y difundidos ahora por Channel 4, la princesa también revela su profundo amor por un guardaespaldas del servicio de protección real, Berry Mannakee al parecer, que murió en un accidente de moto. Diana creía, como afirma en la filmación, que fue «liquidado» a causa del affaire amoroso.

La solidaridad

Los detractores de Diana la han acusado de «manipuladora», «mentirosa» y «fantasiosa». Le recriminan el haber jugado a fondo el papel de víctima ante las cámaras, como «una actriz de primera clase», capaz de soltar dardos mortíferos bien ensayados, «con el aire más inocente». Mucha gente en cambio la veía como una mujer cálida y cercana, que sufría, y por tanto entendía el sufrimiento de los otros. Las causas benéficas que abrazó, muy diferentes a las elegidas tradicionalmente por la realeza, forjaron en parte esa leyenda. En alguna visita a albergues para los sintecho, se llevó a sus dos hijos, aún pequeños, para que conocieran a quienes dormían en la calle . Otra causa, todavía más polémica, fue su papel muy activo en la lucha contra el sida.

En 1987, cuando la epidemia arrasaba la comunidad gay y los seropositivos eran marginados y tratados como apestados, nadie se atrevía ni siquiera a tocarles por miedo al contagio de un mal desconocido. La princesa Diana fue entonces fotografiada estrechando la mano de un hombre que había contraído el virus. La imagen tuvo un enorme impacto. «Mostró que la gente con sida no merece aislamiento, sino compasión y cariño. Eso ayudó a cambiar la opinión mundial», diría años más tarde el expresidente americano Bill Clinton. Una de las últimas campañas humanitarias de la princesa, contra el uso de minas antipersonas, la llevó a Bosnia, el mismo mes de su muerte, a pesar de las reticencias del Foreign Office.

La venganza

Diana utilizó su propio glamur como arma de irresistible seducción. La chica criada en Sandringham, entre perros y caballos, que pasaba el día en camiseta y jeans, terminó convirtiéndose en un icono mundial de la moda. Sus cambios de estilo respondieron a la evolución de su vida. En esa trayectoria se basa la actual exposición que se puede ver en Londres Diana: su historia con la moda, realizada en su honor.

De la inocente y joven madre, luciendo amplios y discretos vestidos en tonos crema y pastel, derivó a los diseños más sexis y centelleantes de Versace en los años 90, ya separada, que descubrían con insolencia un cuerpo nuevo, perfectamente modelado. «Para mi hermano y para mí fue una evolución fascinante», ha declarado Donatella Versace, hermana de Gianni. En la exposición figura el llamado Vestido de la revancha, de Christina Stambolian, un modelo negro