El futuro no es un regalo, es una conquista», dijo Robert F. Kennedy, autor de sentencias particularmente inspiradas. A tal propósito de conquista cabe atribuir su compromiso con el combate por los derechos civiles de la minoría negra, que impregnó la presidencia de su hermano John, dio alas a la brega de Malcolm X y fortaleció la de Martin Luther King. Los cuatro fueron asesinados entre 1963 y 1968, pero su muerte prematura no impidió que marcaran con su legado el porvenir.

La firma del presidente Lyndon B. Johnson que figura al pie de la ley de derechos civiles (1964) y la ley de derecho al voto (1965) es indisociable de aquella herencia, del carácter liberador de un combate inaplazable por la decencia y la igualdad. La desconfianza con los Kennedy puesta de manifiesto por J. Edgar Hoover, director del FBI, tuvo que ver con el carácter transformador del momento más que con la vida galante de los hermanos.

De pronto, los caballeros del Klan quedaron desposeídos de su honorabilidad sin tacha -véase El nacimiento de una nación, D. W. Griffith (1915)-, que pasó a los esforzados de las marchas de Selma, militantes del mismo sueño que King: que un día sus hijos vivirían en una nación en la que no serían juzgados por el color de su piel.

Herencia kennediana

Esa no fue, en cualquier caso, la única herencia del periodo kennediano. La llegada de JFK a la Casa Blanca cambió para siempre al Partido Demócrata, definitivamente convertido en el albergue de las minorías y del mundo liberal frente al perfil conservador del Partido Repúblicano, subrayado por Dwight D. Eisenhower durante su presidencia (1953-1961). De John F. Kennedy a Barack Obama es posible dar con los elementos esenciales para la integración social en una comunidad multiétnica, fracturada en el pasado por la herencia de la guerra de secesión (1861-1865) y zarandeada hoy por el renacimiento del supremacismo blanco.

Suele decirse que sin la influencia decisiva de Bob Kennedy, los mil días de su hermano en el Despacho Oval habrían carecido en el plano interior de la impronta transformadora que se les atribuye. El presidente tendía a la contemporización, le alarmaba la radicalidad de los Musulmanes Negros y adláteres (Malcolm X) y recelaba de la determinación de King, apoyada en un verbo electrizante.

El fiscal general entendía mejor las urgencias históricas de la minoría negra (lo de afroamericana se popularizó más tarde). Estaba convencido de que «solo aquellos que se atreven a dejar mucho pueden lograr mucho», una opinión probablemente demasiado rotunda para quien, como JFK, siempre pensó que «los que hacen imposible una revolución pacífica harán inevitable una revolución violenta».

Mucho se ha debatido la naturaleza verdadera del impulso homicida que guio la mano de los asesinos de los hermanos Kennedy, de King y de Malcolm X. Acaso la explicación más sencilla sea, a la vez, la más cercana a la realidad: ninguno de ellos fue capaz de verse a sí mismo en el futuro que se avecinaba, desposeído de algunas de las certidumbres que configuraron el espíritu fundacional de la nación.