El viernes 16 de febrero del 2018, Oaxaca temblaba por enésima vez debido a un movimiento surgido de sus entrañas. Unos días antes, ese colorido y acogedor estado mexicano ya había experimentado otra sacudida, aunque en ese caso emocional: la que había provocado a algunos de sus habitantes revivir la historia de Coco, la doblemente oscarizada película de Disney-Pixar que retrata, y en ocasiones recupera, su cultura de manera emocionante. Durante dos días de febrero, una expedición de periodistas, capitaneada por Adrián Molina, codirector y guionista del filme, y Jesús Martínez, Animation Manager de Disney-Pixar, ambos de origen mexicano, recorrió la ruta que hacía siete años había emprendido el equipo por Oaxaca y las ciudades de México y Guanajuato, con la intención de reproducir fielmente el carácter e idiosincrasia del país centroamericano.

Dante y la abuelita

Primera parada: el taller de los reconocidos artistas María Jacobo Ángeles, en Sant Martín Tilcajete, donde se elaboran los famosos alebrijes, figuras de madera de copal decoradas con coloridos tintes naturales (el azul del índigo, el rojo de la cochinilla…), mediante una técnica de lo más minuciosa. Unos seres estos, con diversas formas de animal, que en el filme adoptan el perfil de guía espiritual.

Uno de ellos se convertía en Dante, el perro de Miguel, el pequeño protagonista. Tres xolos (can de raza autóctona) sirvieron de inspiración, pero solo quedan Frijolito (su hijo), Orejas Pepe y Copalito, que corría asustado por los patios del taller sin entender por qué despertaba tanto interés. Aunque no tanto como Estela, tía de Jacobo y cocinera del recinto, cuya figura chaparrita y andar derrengado se había plasmado en el personaje de la siempre malhumorada abuela de Miguel, que, blandiendo su chancleta, intentaba apartar al niño de cualquier reclamo musical. Mucho más amable y dulce que Abuelita (y sin la inquietante chancla), la menudita mujer se dejaba fotografiar con unos y otros sin perder jamás la sonrisa.

El taller del tío Berto

La expedición no coincidía con el Día de Muertos, celebrado en noviembre, fecha en la que se había desplazado el equipo de Pixar a México para vivir de cerca esa tradición que originó la película. No obstante, el inicio del Carnaval -con hombres y niños saliendo a las calles de esa pequeña población ataviados con pinturas y pelucas coloridas que representaban a personajes del mal- daba una buena idea de cuál es el espíritu de los festejos de los oaxaqueños, en particular, y de los mexicanos en general.

El siguiente punto de interés fue uno de los talleres de reparación de zapatos de Oaxaca que sirvió para recrear el negocio de los Rivera, reciclados como zapateros tras desterrar la música de sus vidas. En La Moda, Ezequiel Méndez lleva 32 años arreglando y confeccionando calzado. Y, sin saberlo, acabó convertido en personaje. «Se dio cuenta mi mujer», decía, mientras enseña en su móvil una captura de tío Berto, en el que es fácilmente reconocible.

Pero casi tan importante como los personajes son los espacios en los que discurre la historia: las dos villas, la de los vivos y los muertos, dos mundos, según Adrián Molina, que comparten unas mismas características: «Los dos rebosan color, música y alegría». Para recrearlas, los animadores pasearon por las calles y callejuelas de varias poblaciones mexicanas con el fin de captar su esencia. Las ruinas de Monte Albán, el recinto arqueológico más importante de Oaxaca, por ejemplo (que visitó la expedición con Molina al frente), inspiraron algunos elementos arquitectónicos de la impresionante Ciudad de los Muertos, surgida de la imaginación de los creativos de Pixar.

Papel picado

De Oaxaca son también uno de los elementos que sirven en Coco para contar de una manera muy original y autóctona la historia de la familia de Miguel: el papel picado. Ese papel troquelado que en México se usa para decorar en las festividades seculares y religiosas, como bodas, fiestas de quinceañeras, bautismos y en los altares del Día de Muertos.

En Teotitlán del Valle, Marco Antonio Sánchez y su tía Margarita explicaban cómo se elabora a base de punzón y mucha paciencia (tarea que se animó a probar el propio Molina), igual que banderolas y farolillos. Un negocio en peligro de extinción, ya que la competencia es cada vez mayor. «Las máquinas lo hacen más rápido y barato», reconocía el artesano, mientras mostraba con orgullo una carta, cuidadosamente enmarcada, que certificaba la visita de los creativos a su humilde taller.

Porque esa era una constante en el paso de la expedición de Coco por Oaxaca: la huella que el filme había dejado entre sus gentes y el agradecimiento que estas mostraban. Como la camarera del restaurante Tierra Antigua, en Teotitlán, una madurita estadounidense que un día decidió ser mexicana y que no se cansaba de bendecir a Molina y su equipo por el regalo que les habían hecho.

O el niño del restaurante La Teca, un Miguelito que se había visto siete veces la película y recibía con un intenso brillo en sus grandes ojos azabache el honor de que el propio Molina le dedicara el vídeo de Coco, cuando aún no había salido a la venta (en España lo hará el 23 de marzo; el 4 de abril en formato digital). O la chica del aeropuerto que confesaba, emocionada, que Coco le había hecho recuperar tradiciones que, como joven, estaba dejando de lado.

Y es que en ese inolvidable tour, Molina era acogido como el inesperado portavoz de una cultura más encorajada que nunca para saltar muros, por altos que estos sean. La muestra está en que la película Coco ha emocionado dentro y fuera del país y que muchos niños, mexicanos o no, crecerán amando esa cultura. Porque, visto está, ya es también la de Coco.