Lo que no se enuncia no existe. Y la lucha contra el silencio que pesa sobre las agresiones contra las mujeres ha encontrado en las palabras una poderosa arma para excavar violencias enterradas y naturalizadas. Aquí van un puñado.

Anita Hill. Parece mentira, pero fue en 1986 cuando EEUU consideró judicialmente perseguible el acoso sexual en el trabajo. El asunto, sin embargo, no entró en el disparadero de los tiempos hasta que, en 1991, esta profesora de Derecho fue interrogada por el Senado sobre la pertinencia del juez Clarence Thomas para un puesto en la Corte Suprema, y osó desmenuzar la larga retahíla de comentarios y proposiciones sexuales que había aguantado de su entonces jefe. Imaginarán la reacción de sus señorías. O bien Hill era una mentirosa patológica y estaba loca, o bien -llegaron a mantener- había tenido fantasías sexuales en las que el juez le había dicho las cosas que ella, confundiendo sueños y realidad, ahora denunciaba. El periodista David Brock incluso le dedicó primero un artículo y luego un libro cuya principal prueba de cargo, lamentó él mismo 10 años después, era que Anita estaba «un poco chalada y era un poco zorra».

Cabe decir que, a corto plazo, Thomas logró su plaza, que conserva hasta hoy, y Hill sufrió todo tipo de humillaciones. Sin embargo, el célebre eslogan «Yo creo en ti, Anita» acabó desencadenando una revolución al empujar a que se reconociera y se reaccionase frente al acoso laboral -de hecho, las denuncias se dispararon- y dejó al descubierto algo realmente pestilente: el ensañamiento con el que a menudo se reacciona frente al atrevimiento de una mujer que denuncia. Esta honda tradición también recibe el nombre de revictimización.

‘Casting’ de sofá. Práctica enraizada en el cine y profusamente documentada. Funciona así: eres joven, muy joven, y vas a un casting a un hotel sin pensar que, al abrirse la puerta del lavabo, puede aparecer el productor, que te triplica la edad, en batín y dándose permiso para acosarte. Si sales corriendo y denuncias, sabes que tu carrera puede acabar en el mismo momento en que salgas de la comisaría. Si te quedas, la culpa, la vergüenza y el silencio te acabarán enredando en la maraña del agresor. Fin del modus operandi.

Cultura de la violación. Más que un término, es una enmienda a la totalidad a esa inercia por la que cada agresión sexual es tratada como un hecho aislado o como la acción de un perturbado. Cuatro millones de europeas han sido violadas a lo largo de su vida y la estadística insiste en que solo el 5% de los agresores sufre trastornos mentales. Así que la violencia contra las mujeres, señala la ensayista Rebecca Solnit, ha de dejar de verse «como una anomalía que no tiene nada que ver con la cultura o incluso que es antitética a sus valores, porque las raíces del odio y la violencia contra la mujer están en la cultura en su conjunto».

En este sentido, el término cultura de la violación, de uso generalizado desde el 2012, señala con el dedo hacia ese ecosistema que permite desacreditar, responsabilizar o culpabilizar a las víctimas de las agresiones, y que se perpetúa y normaliza a través del lenguaje misógino, la representación del cuerpo femenino como accesible y disponible -incluso si son niñas-, y la glamurización y la banalización de la violencia que expenden esa trinitaria formada por la ficción, la música y la moda. De hecho, la violencia está tan naturalizada que a pesar de que se presenta una denuncia por agresiones y abusos cada seis horas y que las asociaciones aseguran que el 80% de los casos se dan en el entorno de confianza -de los que solo afloran 2 de cada 10-, al asunto se le sigue negando el estatus de problema de primer orden.

Derecho sexual. El término, acuñado en el 2012, hace referencia a que, según concluyen numerosos estudios, en muchos casos, el motivo de la violación acaba siendo la idea de que un hombre se otorga el derecho a tener sexo con una mujer sin importarle los deseos de esta. «Esa sensación de que el sexo es algo que las mujeres les deben a los hombres está en todas partes -escribe Solnit-. A muchas mujeres se nos dice que por algo que hicimos o dijimos, por cómo vestíamos o simplemente por nuestro aspecto o por el mero hecho de ser mujeres, habíamos provocado el deseo y que, en consecuencia, contractualmente, estábamos obligadas a satisfacerlo. Se lo debíamos. Ellos tenían ese derecho. Derecho a nosotras».

Misoginia. Más que el deseo sexual y la impulsividad, lo que late tras las agresiones, mantienen desde forenses hasta asociaciones de agredidas, es la pulsión de dominación, el odio y la rabia. Y, claro, sentirse bajo la coraza de la impunidad.

#NoTodosLosHombres. Etiqueta que señala, no sin sarcasmo, ese tic victimista por el que, cuando las mujeres o los colectivos LGTBI hablan de opresión, un grueso de varones, generalmente blancos y heterosexuales, invierten más esfuerzos en insistir en que «no todos los hombres son así» y en presentarse como meros espectadores del drama que en revisar los costes y privilegios que otorga la cultura machista.

Síndrome de Casandra. La credibilidad es una herramienta de supervivencia y, sin embargo, el patrón de desacreditación que tradicionalmente ha pesado sobre la palabra femenina tiene raíces que llegan hasta la mitología griega. Casandra, la hermosa hermana de Helena de Troya, fue maldecida con el don de la profecía certera y a no ser creída por nadie. Su familia pensaba que estaba loca y que era una mentirosa. Incluso llegaron a encerrarla hasta que Agamenón la convirtió en su esclava sexual y posteriormente, sin dar demasiada importancia al hecho, fue asesinada junto a él. ¿Y saben por qué nadie la creía? ¿Lo adivinan? Porque Apolo le echó la maldición de la incredulidad cuando ella se negó a mantener relaciones sexuales con él.