Karl Marx fue expulsado sin miramientos por la puerta principal del siglo XX, y vuelve a entrar por la ventana de atrás en el XXI. No literalmente, claro. No ha salido del cementerio londinense de Highgate desde el 14 de marzo de 1883. Una brigada de sociólogos, filósofos y politólogos han cogido la excavadora y se han puesto a retirar los escombros que le echaron encima sus archienemigos, los idólatras que tienen a El Capital como las Tablas de la Ley y los dictadores que perpetraron crímenes de Estado en su nombre.

Y los investigadores sociales que buscan la fórmula Marx sin aditivos -David Harvey, Slavoj Zizek, Alain Badiou, Ronaldo Munck, Samir Amin o Alberto Garzón, entre ellos-, están contagiando el interés a una juventud que no ve el futuro ni en sueños («Di una conferencia titulada Por qué soy marxista en la Complutense y se desbordó la sala grande de la facultad de Comunicación, unos mil estudiantes -cuenta a modo de barómetro el coordinador federal de Izquierda Unida-. Es algo que no se veía desde la Transición»).

Razones para el rescate

¿Marx? ¿Ahora? Observen las fotos de la izquierda. ¿Ven algún parecido? Son trabajadores que no viven decentemente de su sueldo. La diferencia es que los de abajo crecieron con la red de seguridad del Estado del bienestar -tejida en un siglo de luchas a contrapelo de la clase dominante- y pueden saltar al vacío en cualquier momento. «Si insertamos las descripciones de las condiciones laborales en las fábricas de ropa de Bangladés o en los talleres de mano esclava de Los Ángeles en el capítulo de Marx sobre la jornada laboral de El Capital, no notaremos la diferencia», informa David Harvey, profesor de Antropología en la City University de Nueva York y autor de Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo.

170 años antes de que el Banco Mundial confirmara que el 1% posee el 83% de la riqueza y que el 56% vive con menos de ocho euros al día, el viejo Karl escribió en el Manifiesto comunista: «Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada, pero en la sociedad establecida, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros». Para añadir: «Existe [la propiedad privada] por el hecho de que NO existe para las nueve décimas partes». Ni Warren Buffet, la segunda mayor fortuna del mundo (66,5 millones de euros), niega que exista el conflicto. «Hay lucha de clases -ha dicho el magnate de Omaha-, y es la mía, la de los ricos, la que va ganando».

Pero no hay que ir a Bangladés o a Shenzhen, de donde salen la mayoría de trapos y smartphones que llevamos encima. En España, donde el Gobierno del PP se ufana de que el PIB crece a ritmos del 3% y el paro ha caído del 26% al 16%, uno de cada cinco paisanos está en riesgo de pobreza. Para remate, la socialdemocracia se puso de perfil durante el rescate de las instituciones financieras y se dedicó a los asuntos internos. «Nuestro paisaje político recuerda a un apocalipsis zombi -compara el filósofo César Rendueles, autor de Sociofobia-. Problemas que imaginábamos muertos y enterrados, como la lucha de clases, han resucitado con una violencia salvaje». Y el historiador Josep Fontana, profesor emérito de la Universidad Pompeu Fabra, pone la nota metodológica: «Cuando la ortodoxia neoliberal presumía de haber superado el marxismo, la crisis que estalló en el 2008 mostró que nos hacía falta para hacer frente a una situación que aún dura».

Desde la caída del Muro de Berlín, esa «ortodoxia neoliberal» de la que habla Fontana tuvo pista para que aterrizara con viento de cola la idea de que la privatización de los recursos, la riqueza y la competitividad son fenómenos naturales, mientras que la acción colectiva y la abolición de la propiedad privada son abstracciones que solo pueden imponerse mediante la violencia extrema. Marx era un proscrito y punto. Nadie tenía interés en desmentir su relación íntima con el Gulag estalinista, los campos de reeducación chinos y la represión de la Stasi. «¿Estaba la idea cristiana ligada en un principio a la de Inquisición?», se pregunta el filósofo Alain Badiou. Y en todo caso, ¿qué entienden por violencia extrema? El crítico cultural británico Terry Eagleton aclara: «El capitalismo ha aportado una prosperidad incalculable, pero a un coste humano aterrador. [...] Ha sido incapaz de generar bienestar económico sin crear en paralelo bolsas inmensas de privación». Y con su sorna inglesa, remata: «Tal vez no importe mucho, porque el modo de vida capitalista amenaza con destruir el planeta por completo».

Karl no leía el ‘Daily Mail’

Reduciendo la complejidad del pensamiento de Marx a una dosis homeopática, hay acuerdo en que: 1/ fue el primero -¿y único?- en formular una crítica del capitalismo; 2/ fue profético en terrenos no abordados por el marxismo del siglo XX, y 3/ subrayó que la revolución socialista no significa partir cráneos con objetos contundentes. Legó a la posteridad una surtida caja de herramientas que, según Alberto Garzón, «es más válida que las teorías keynesianas o neoclásicas para comprender hechos económicos como las crisis y la globalización, y fenómenos políticos como la irrupción de la extrema derecha».

Entre la juventud inflamada y la madurez, que transcurrió entre las poco belicosas paredes de la biblioteca del British Museum, Marx cambió de opinión sin complejos. Pero tenía una convicción inamovible: la prosperidad capitalista -«en su época eran cuatro los burgueses opulentos en Inglaterra, Francia, Bélgica y la Westfalia prusiana», aclara el economista egipcio Samir Amin- se expandiría por toda Europa y el mundo en un tiempo muy breve («entre el fin de las guerras napoleónicas y la primera guerra mundial», calcula Amin). Se equivocó («Él nunca tuvo que vérselas con la Fox News o el Daily Mail», bromea Eagleton). Con altos y bajos, parece que el sistema se las ha ingeniado para obtener el consentimiento de la mayoría de ciudadanos, si hacía falta, disfrazándose de humanismo -capitalismo consciente-, ecologismo -capitalismo verde- y progresismo («Hollywood y Silicon Valley», da pistas Nancy Fraser, profesora Ciencia Política de la New School for Social Research de Nueva York). «Estamos totalmente formateados por el sistema», zanja Amin.

El economista egipcio alerta, uf, que el camino a la justicia social es muuuy largo, y que no basta con un pellizco de educación y mucha propaganda. «Unos avances revolucionarios asientan condiciones materiales y morales para nuevos avances revolucionarios». Es lo que Amin rescata de regímenes inaceptables como los de la URSS -«Marx advirtió que la primera revuelta victoriosa contra el capitalismo heredería toda la mierda (sic) del sistema de explotación del que procede»-, y de los sangrientos procesos de independencia de los no alineados («Congo pasó de tener nueve universitarios a tres millones»). El economista egipcio, a diferencia del prusiano, prevé «un siglo o dos más» de oprobio.

Mientras no llega el respiro para precarios, uberizados, mujeres, desempleados, inmigrantes, jóvenes y pensionistas, según el sociólogo neoyorquino Immanuel Wallerstein, estamos en una encrucijada. «Hay dos posibilidades: 1/ el espíritu de Davos, cuyo objetivo es mantener las peores características del capitalismo (la jerarquía social, la explotación y la polarización de la riqueza), y 2/ una alternativa más democrática, igualitaria y ecológica». Para emprender el segundo camino, a su juicio, es imprescindible tener a mano la biblioteca marxiana.

Una idea que urge repescar, dice Marcello Musto, profesor de Teoría Política de la York University de Toronto, es la de libertad individual, muy distinta de la de libertad de circulación de capitales y mercancías. «Marx apostaba como pocos pensadores por el libre desarrollo de la individualidad, argumentando contra el derecho burgués (que oculta la disparidad social detrás de la igualdad legal) que el derecho debería ser desigual», explica el napolitano.

David Harvey, en ese aspecto, escoge un párrafo profético: «El libre desarrollo del individuo condiciona, a la larga, la eliminación de las restricciones sobre la actividad autónoma». Difícil de tragar en seco, ¿eh? Pero hay un ejemplo formidable en Mohamed Bouazizi, el frutero tunecino que se inmoló en el 2010 cuando le confiscaron su parada ambulante. Fue una acción «individual» que prendió la traca de las primaveras árabes, fallidas a primera vista pero, según Samir Amin, importantes porque no ha cambiado el sistema «pero sí a los pueblos» (avances para futuros avances, ¿recuerdan?). Eso es lo que dice Marx en Elementos fundamentales para la crítica de la economía política: «La oposición a la tendencia expansiva del capitalismo vendrá del proletariado que el propio sistema genera».

Y llegamos a la idea que pone los pelos de punta a buena parte de los economistas de orden: la lucha de clases. «La teoría, basada en dos clases claramente definidas -una que explota y otra que es explotada- es una simplificación ridícula a la vista de la heterogeniedad de las sociedades modernas», opina José García Montalvo, catedrático de Economía de la UPF y uno de los pocos que vio llegar la crisis. Antón Costas, catedrático de Economía Aplicada, no la niega, pero está más preocupado por «el conflicto redistributivo entre mayores y jóvenes». Y la politóloga Nancy Fraser reclama una versión ampliada que se comprometa con el «feminismo, la ecología y el poscolonialismo».

El debate está calentito. Para la acción hace falta «audacia», dice Samir Amin. Y un eslógan adaptado a los tiempos: «Proletarios y pueblos oprimidos del mundo, uníos».

Ya ven. Karl Marx es (ahora) un pensador capital.