No bastan un puñado de premios, discursos y actuaciones musicales para derribar cientos de kilómetros de muro, pero la pasada gala de los premios Oscar sirvió para que la pretendida barrera de hormigón cayera metafóricamente durante unas horas. Hollywood se rindió al talento de los inmigrantes mexicanos y su aportación a la cultura estadounidense. Premió La sombra del agua y a su director Guillermo del Toro, la cuarta vez en cinco años que elige a un realizador del sur del Río Grande. Apostó por Coco como mejor película de animación, una fábula que gira en torno al Día de los Muertos. Puso a cantar a Gael García Bernal la canción oscarizada de la chicana Germaine Franco y vistió el escenario de plaza colonial para que bailaran mariachis y danzantes folclóricas. En plena era Trump, el «Viva México» resonó en todo EEUU.

La gran fiesta del cine sirvió para poner de manifiesto la pujanza de los inmigrantes y estadounidenses de origen mexicano, un colectivo de 36 millones de personas que nada se parece a la caricatura xenófoba que hace de ellos el presidente Donald Trump. Por el escenario no desfilaron ni asesinos ni violadores. Ni narcotraficantes ni empresarios que se aprovechan de la supuesta ingenuidad comercial de Estados Unidos para estafar a la gran potencia.

Sí lo hicieron algunos de los rostros más conocidos de una comunidad que cada día pone en marcha los rodamientos del país en sus campos, fábricas, andamios y cocinas. Que se asfixia despellejando pollos en Arkansas y se juega la vida en los viveros de centollo de Alaska. Pero que al mismo tiempo le da vida al mito del sueño americano desde la ciencia, la cultura o la tecnología.

«Hay mucho talento en la comunidad hispana, pero desgraciadamente son pocos a los que se les da una oportunidad», afirma a este diario Héctor Barreto, presidente de la Latino Coalition, una organización que representa al mundo empresarial hispano en Washington. «Todavía no vemos suficiente gente que se parece a nosotros en las películas y en la televisión, y eso es importantísimo porque es la imagen que se transmite al resto del país. Si no ven cómo los hispanos están haciendo cosas importantes y desarrollando la economía, es fácil que se propaguen los mensajes negativos». Los hispanos son la primera minoría étnica de EEUU: 58 millones de personas o un 18% de la población, dos tercios de los cuales son mexicanos.

Estereotipos

Como dice Barreto, su representación en la pantalla no se corresponde con su peso demográfico. Lo puso de manifiesto un estudio de la facultad de periodismo de USC Annenberg de hace dos años. Tras analizar 11.000 personajes del cine y la televisión, concluyó que solo el 5.8% eran hispanos. No solo eso. Sin llegar a los extremos de Trump, Hollywood sigue reproduciendo los viejos estereotipos de forma insistente. La hispana tiende a hacer papeles de señora de la limpieza o de picante bomba sexual. El hispano es el rey de la pista, el narco sin escrúpulos o el pandillero atrabiliario. «Cuando no hay diversidad entre los guionistas, no hay personajes tridimensionales de las minorías», ha dicho Félix Sánchez, cofundador de la Fundación Hispana Nacional de las Artes. «A las hispanas se las sigue presentando hipersexualizadas y a los hispanos como machos dominantes».

Por más que le pese al presidente, la historia de la inmigración mexicana es una historia de éxito. Si se analiza el punto de partida y no solo el escalafón social donde terminan los nuevos estadounidenses, los mexicanos de segunda generación son el grupo que más prospera en EEUU, según un estudio de las universidades de Irvine y UCLA. El caso de Barreto, el presidente de la Latino Coalition, es paradigmático. Su padre emigró desde la mexicana Guadalajara a Kansas City en los años 50. Tenía 20 años y empezó recolectando patatas. Trabajó en una planta de embalaje y de bedel en un colegio hasta que ahorró lo suficiente para abrir un restaurante. Le siguieron otros dos restaurantes, una empresa de azulejos y una compañía de construcción. En 1979 fundó con otros empresarios la Cámara de Comercio Hispana de EEUU. Su hijo, que había empezado sirviendo mesas a los nueve años, acabó siendo secretario de la Administración de Pequeñas Empresas durante la presidencia de Bush hijo, un cargo equivalente al de ministro.

Hay miles de historias como la de Barreto. Inmigrantes e hijos de inmigrantes que comenzaron desde el barro para terminar en la cúspide de la sociedad más competitiva del planeta. Nombres como Alfredo Quiñones-Hinojosa, también conocido como Dr. Q, uno de los neurocirujanos más prestigiosos del mundo. Nacido en Mexicali, saltó la valla fronteriza cuando tenía 19 años. No hablaba inglés. Trabajó en el campo y de soldador. Estuvo a punto de morir al caer en un tanque de petróleo vacío desde una altura considerable. «Era consciente de los riesgos», ha contado alguna vez. «Tenía grandes sueños y preferí arriesgar la vida antes de quedarme en México». Como tantos otros, entendió que la oportunidad pasaba por la educación. Acabó en Harvard y hoy es una de las estrellas de la Clínica Mayo.

María Echaveste

O la abogada María Echaveste, que con ocho años se levantaba antes del alba para ayudar a su familia en la recogida del tomate o la fresa. Sus padres llegaron a EEUU como braceros, como se llamó al programa lanzado en los años 50 por el Gobierno estadounidense para importar mano de obra agrícola desde México. Ella nació en la frontera de Tejas, en una familia de siete hermanos. Con el tiempo sería la jefa adjunta de gabinete del presidente Bill Clinton y la mujer escogida por Barack Obama para ser embajadora en México, un cargo que terminó declinando.

O Jorge Ramos, al que llaman el Walter Cronkite mexicano, el periodista hispano más famoso de EEUU. Reportero de Televisa en los inicios de su carrera, se fue de México harto de los lazos incestuosos de la cadena con el gobierno mexicano. «Como les ocurre a todos los inmigrantes, algo me expulsó de mi país. Mi lista de razones es corta pero contundente: censura, falta de democracia, pocos espacios para crecer…», escribió este mes en Univisión. Ramos pertenece a esa masa creciente de mexicanos que emigró sin retortijones en el estómago y con preparación académica, un perfil alejado del estereotipo del bracero y el espalda mojada.

«No es un

fenómeno nuevo y tiene mucho que ver con la educación en México», asegura el profesor de la Universidad de Rice Jesús Velasco. «Hasta los años 70 muchos de los mexicanos con estudios de posgrado se marchaban a Europa, principalmente a Francia e Inglaterra. Pero eso cambió con las crisis mexicanas de los 80 y el declive de los centros de investigación, cuando grandes universidades y fundaciones filantrópicas como la Fundación Ford empezaron a ofrecer becas a los mexicanos para estudiar en EEUU». Desde entonces, la materia gris empezó a bascular hacia el norte.

El profesor Velasco es fruto de esa misma dinámica. Llegó a la Universidad de Tejas con una beca de la Ford tras dos décadas en el prestigioso Centro de Investigación y Docencia Económicas de Ciudad de México. En su caso, lo expulsó la violencia: el secuestro de su exmujer, que le metió el miedo en el cuerpo y dejó secuelas traumáticas en su hijo. El director Guillermo del Toro tiene una historia parecida: su padre pasó 72 días secuestrado. En los dos casos los captores querían dinero.

No parece haber datos precisos de cuántos inmigrantes mexicanos trabajan en el sector del conocimiento estadounidense, pero un estudio de Velasco ha calculado que habría más de 5.000 en la academia, la investigación y las empresas tecnológicas. Científicos como el Nobel de Química Mario Molina, profesor en la Universidad de San Diego; como el historiador y filólogo Mauricio Tenorio, en la de Chicago; o como el conservacionista de Stanford Rodolfo Dirzo.

El impacto de varias generaciones de mexicanos en todos los ámbitos de la vida estadounidense está generando una creciente simbiosis entre ambas culturas. Un proceso al que ha ayudado la integración de sus economías desde la entrada en vigor en 1994 del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA, que incluye también a Canadá), un acuerdo que acabó con los aranceles y convirtió a la región en una gran cadena de producción transfronteriza. Pero la simbiosis no es nueva. Particularmente en los territorios pegados al Río Grande. Estados como Nevada, Arizona, Nuevo México, Utah o California pertenecieron total o parcialmente a México hasta mediados del siglo XIX, cuando EEUU lanzó una guerra (1846-1848) de conquista para apropiárselos. Eran los años del Destino Manifiesto, la doctrina imperialista que sustentó la expansión hacia el Oeste. Tejas se había independizado de la madre patria unos años antes.

Destino turístico

Hoy se comen en Estados Unidos tantas tortillas mexicanas como pan. El Cinco de Mayo, que al sur de la frontera es una fiesta menor, se celebra profusamente en todo el país. Frida Kahlo se blande como icono del feminismo y la bisexualidad. Y durante la celebración de la Copa América del 2016, las audiencias de Univisión Deportes batieron a las del resto de canales deportivos estadounidenses. México no está de moda porque tiene mala prensa, justificada en algunos ámbitos, pero es el principal destino turístico de los estadounidenses y su lugar preferido para jubilarse fuera de las fronteras de su país.

«El mexicano es nativo de Norteamérica, como lo son las golondrinas o las mariposas. Las familias están repartidas a los dos lados. En mi casa decimos que no es la familia la que cruzó la frontera, sino la frontera la que cruzó a la familia», dice Alex Sotelo al otro lado del teléfono. Originario del estado de Zacatecas, puso rumbo al norte cuando tenía 18 años. Traía una maleta con tres mudas y un permiso de residencia obtenido gracias a la nacionalidad estadounidense de su abuela, que nació en Misuri. Como a los rumanos o los senegaleses que llegan a España, poco le sirvió haber estudiado becado en México, «ser allí uno de los privilegiados». Tuvo que trabajar 60 horas a la semana peinando jardines y sudando en el campo. «Veía mucho conformismo entre mis compatriotas, pero yo traía otra mentalidad. Me puse a estudiar inglés, historia, cultura general y luego, tras trabajar en unos viñedos, viticultura en la universidad. Ahí empieza a suceder la magia, te cambia la suerte».

Sotelo tiene hoy sus propias bodegas (Alex Sotelo Cellars) en el valle californiano de Napa. Produce y vende vino. «El 99% del trabajo aquí lo hacen los mexicanos, pero en cuestión de propietarios, el número es insignificante». En sus años en el país ha visto, sin embargo, cómo los suyos iban tomando conciencia de su potencial y ganando protagonismo en el mundo empresarial y político. (Basta fijarse en el movimiento de los dreamers). Un salto que atribuye a la llamada Preposición 187, un plebiscito aprobado en California en plebiscito en 1994 (y más tarde paralizada por los tribunales) para dejar a los inmigrantes ilegales sin derecho a educación, sanidad y otros servicios esenciales. «Aquella ley nos obligó a despertar. Nos unió y nos empujó a involucrarnos más en política y en la vida social. Si solo somos consumidores, no contamos. Tenemos poder cuando somos dueños de empresas y cuando controlamos la economía».

El 30%, en el 2060

Eso es lo que está pasando con los hispanos. Ya no son una minoría irrelevante ni un complaciente saco de boxeo para sacar réditos políticos. Demográficamente pasarán a ser casi el 30% de la población en el 2060, un año en que los blancos serán ya minoría, el 44%, según las proyecciones del Censo. Su edad media es de 28 años, nueve menos que la población general de EEUU. Tienen un poder de compra de 1,3 billones de dólares, superior al PIB de España o Australia. Y con cuatro millones de negocios actualmente en manos hispanas, crean más empresas que ningún otro grupo étnico de EEUU. También recurren menos a las prestaciones sociales y, aunque en educación queda terreno por recorrer, el porcentaje de mujeres hispanas que matriculan en la universidad supera a sus compatriotas blancas y negras, según el Centro Estadístico Nacional para la Educación.

«La clase de adultos que estos jóvenes latinos acaben siendo ayudará a moldear el tipo de sociedad que EEUU será en el siglo XXI», concluyó el Pew Research Center en uno de sus estudios demográficos. Son los miedos que esta progresión genera en parte de la sociedad, los que Donald Trump ha explotado indiscriminadamente. Y lo ha hecho atacando los principales pilares de la convivencia con el vecino del sur. Quiere sellar la frontera y acabar con el Nafta si las partes se niegan a renegociarlo, al tiempo que no deja de criminalizar a los inmigrantes culpándolos de todos los demonios, desde la epidemia de drogas que pusieron en marcha las farmacéuticas hasta la pauperización de los salarios en la América industrial.

La reciente ceremonia de los Oscar le dio al presidente la oportunidad de escenificar una tregua, aunque fuera por unas horas; de celebrar la aportación mexicana al caleidoscopio estadounidense; o simplemente de representar a sus conciudadanos con un poco de elegancia. Nada más lejos de la realidad: siguió en su marmita de peyote. La mañana siguiente a la gala se levantó echando pestes contra el Nafta en la red y escribiendo que «México tiene que hacer mucho más para evitar que las drogas se despilfarren por EEUU. No han hecho lo que hay que hacer».