se ve Valencia, el rompeolas, hemos llegado». En su diario personal, Cecilio Aguirre Iturbe remataba con estas siete palabras el relato de sus vivencias del 28 de septiembre de 1956. Tras seis días de travesía por el mar Negro y el Mediterráneo a bordo del Crimea, él y medio millar de españoles, todos de entre 20 y 30 años, llegaban a España para deshacer el camino que habían hecho dos décadas atrás, cuando el gobierno de la República los envió a la Unión Soviética como exiliados de la guerra civil. El sueño del que nunca había abdicado, volver a su país, era al fin una realidad, pero ni él ni el resto de refugiados de ida y vuelta que viajaban en aquel barco sabían la incierta vida que les esperaba ni hasta qué punto la terrible historia del siglo XX iba a seguir cincelando sus biografías.

La historia de los 3.000 menores que fueron enviados a la URSS entre 1937 y 1938 para librarse de los bombardeos de la aviación nacional ha dado pie a multitud de ensayos, narraciones e incluso películas. Atrapados entre dos regímenes dictatoriales antagónicos, sus testimonios constituyen uno de los casos de exilio político más conmovedores del siglo pasado: salieron de España pensando que regresarían en unos meses, pero el desenlace de la guerra los convirtió en proscritos en su propio país; fueron mimados por Moscú para ser ejemplo del nuevo hombre soviético, pero prefirieron volver a su lugar de origen aunque este estuviera ahora sometido por un régimen fascista.

Negociaciones secretas

¿Pero cómo se gestó aquella operación y, sobre todo, qué fue de aquellos migrantes que regresaron a casa después de pasar la mayor parte de sus vidas en un país extraño? La investigación más reciente sobre estos últimos damnificados de la guerra civil la ha llevado a cabo Rafael Moreno Izquierdo. En Los niños de Rusia (Crítica), el periodista y profesor universitario explica cómo fueron las negociaciones que mantuvieron en secreto los gobiernos de Madrid y Moscú para cerrar el acuerdo y muestra los informes policiales que el régimen estuvo realizando durante una década sobre las andanzas de unos jóvenes que llegaron marcados por la sospecha.

Tras entrevistarse con varios supervivientes, el investigador responde a la pregunta del millón: ¿qué llevó a tantos hombres y mujeres criados en un país de adopción a querer volver a un lugar del que apenas conservaban lejanos recuerdos? «La clave fue su educación. Fueron formados como españoles adeptos al comunismo, no como soviéticos. Estudiaron la historia y la cultura de su país, conservaron su lengua e incluso comían lentejas, no comida rusa. Esto explica la añoranza de la patria que mantuvieron. No es un concepto político, sino afectivo», razona el investigador.

El papel de Pasionaria

Fue ese sentimiento el que animó a los más mayores a demandar su regreso varios años después de terminar la guerra, para disgusto de los dirigentes del Partido Comunista Español en el exilio, que veían ese retorno como una claudicación al franquismo. La propia Pasionaria, que hacía las veces de madre de los menores, intentó hacerles ver que su futuro estaba en la Rusia soviética, no en la España franquista, pero la obstinación de los emigrados por volver a casa fue más fuerte y, una vez muerto Stalin, el gobierno de Kruschev se vio obligado a contactar con la legación diplomática de España en París para plantear la repatriación.

Al final no fueron 3.000, sino 7.000, los españoles que volvieron en los ocho barcos que se fletaron entre 1956 y 1960. A los menores se unieron exiliados políticos y antiguos combatientes de la División Azul. «Para Franco, esta operación era un arma de doble filo: le servía para presentar a España como un país de acogida, pero de pronto se encontraba en casa con varios miles de comunistas de intenciones desconocidas. El mensaje que les trasladó fue claro: podían quedarse en España si no se metían en política», explica Moreno Izquierdo.

El arribo del primer barco, el que trajo a Aguirre Iturbe, fue noticia en la prensa, aunque no en primera página. El resto de expediciones pasaron desapercibidas, pero en los gobiernos civiles de las provincias de destino se crearon unidades especiales para seguir los pasos de los recién llegados. El régimen llegó a infiltrar a agentes en los entornos laborales de algunos de ellos con el fin de espiarles.

Informes policiales

En el libro se reproducen los informes policiales de varios repatriados. Aunque despertaron recelo, al final no serían sus pensamientos políticos, sino sus avatares personales, los que acabaría marcando sus destinos. Regresaban a hogares de los que habían estado ausentes 20 años y varios de ellos fueron rechazados por sus propios padres. Este desarraigo, unido al choque que supuso para algunos llegar a un país donde el trabajo no era un derecho, está detrás de la decisión de volver a Rusia que tomaron 388 de los 2.895 niños, ahora adultos, que habían llegado en los barcos.

«Esta fuga suponía una mala noticia para el gobierno, que no dudó en ayudar con dinero público y viviendas oficiales a los más inadaptados», destaca Moreno Izquierdo. Descontado ese contratiempo, el retorno de los niños de Rusia iba a brindar al régimen un tesoro más valioso que el famoso oro de Moscú. A falta de satélites espía, sus testimonios suponían la mirada más clara y fidedigna sobre la vida de los soviéticos y el potencial militar de la URSS que podía encontrarse a este lado del Telón de Acero.

Persuadida de ese hallazgo, la CIA acordó con Franco la llegada de agentes de inteligencia para interrogar a los exiliados y extraerles toda la información posible. Algunos de los retornados eran ingenieros y técnicos de alto nivel y sus respuestas sobre cómo olían las fábricas en las que habían trabajado podía servir para deducir si la Unión Soviética disponía de determinado armamento. Por su parte, el régimen aprovechó esos interrogatorios para poner al día los sistemas de trabajo de su incipiente sistema de espionaje.

Radio Liberty

La administración estadounidense encontró una mina en los niños de Rusia, algunos de los cuales llegaron a colaborar con la estación que Radio Liberty tenía en la playa de Pals (Gerona) para hacer llegar a los soviéticos las bondades del capitalismo en plena guerra de las ondas. No era fácil encontrar a rusohablantes que se manejaran tan bien como ellos. No es menos cierto que la KGB y el PCE en el exilio también los utilizó como posible cabeza de turco para luchar contra el régimen y varios llegaron con consignas y códigos secretos para entrar en contacto con la resistencia antifranquista.

Sometidos por las tensiones ideológicas que marcaron la historia del siglo XX, la mayoría de los refugiados de ida y vuelta optó por la discreción y el perfil bajo. «Todos a los que entrevisté hablaban bien de Rusia, pero ninguno se arrepintió de haber vuelto. Se pasaron la vida intentando olvidar el pasado», resume el investigador.