Antes, mucho antes de cumplirse 50 años del asesinato de Ernesto Guevara de la Serna (Rosario, Argentina, 14 de junio de 1928-La Higuera, Bolivia, 9 de octubre de 1967), conocido como el Che, los campesinos del pueblito donde vio la última luz santificaron la figura del guerrillero. Algunos hace tiempo que le llaman sin más san Ernesto de La Higuera, otros rezan a la almita de don Ernesto y muchos cuentan historias entre la magia, la superstición y el legado de credos antiguos que sobreviven en las alturas andinas. No son pocos los que en algún rincón de sus modestas casas cuelgan un retrato suyo y le ponen velas y flores. Tampoco faltan nunca flores en la pileta del lavadero del hospital Señor de Malta, en Vallegrande, donde el cadáver del Che estuvo expuesto dos días.

«Acá, don Ernesto está con nosotros nomás y nunca nos falla», «con su sufrimiento lo redimió todo», «sabe el Che qué más a todos nos conviene» y otras profesiones de fe por el estilo son moneda corriente en la serranía, en la ruta guevarista entre Vallegrande y La Higuera, 70 kilómetros de un camino abierto en las laderas de picachos con barrancos vertiginosos. Pero esa admiración tocada de religiosidad no la conoció el Che, sino más bien la incomprensión o sorpresa teñida de recelos de los campesinos a los que fue a liberar 11 meses antes de su ejecución en la escuelita de La Higuera. Aún hoy sorprende la elección de Bolivia como teatro de operaciones para llevar la revolución a toda América; había entonces en el país el recuerdo de la reforma agraria promovida por Víctor Paz Estensoro (1952) -el futuro guerrillero estuvo allí por aquellos días- y la dictadura de René Barrientos llegaba como un eco lejano a la selva inhóspita del río Ñancahuazú y a las alturas de la estribación andina. Quizá la explicación esté en la conversación en La Habana (1965) entre Fidel Castro y Mario Monge, secretario general del Partido Comunista Boliviano, en la que este sostuvo que la única forma de desalojar a Barrientos de la presidencia era mediante un movimiento insurreccional al estilo del habido en Cuba.

Espíritu inquieto

Claro que al repasar los textos del joven médico Ernesto Guevara, hijo de la clase media argentina, espíritu inquieto, viajero ansioso por conocer nuevas tierras y revolucionario en formación, se encuentran algunas pistas del pensamiento del Che desde primera hora. «América será teatro de mis aventuras y de un carácter más importante de lo que había pensado. Creo haber llegado a comprenderla y me siento americano con un carácter distintivo de cualquier otro pueblo de la tierra», escribió a su madre desde Nicaragua los últimos días de 1953. Vinieron luego su encuentro con Fidel en México, la epopeya del Granma, el desembarco en Cuba, la herida en combate a poco de pisar la isla, la guerrilla triunfante, los años en el Gobierno y la renuncia a todo en 1965 para volver a la acción directa. «Otras tierras del mundo reclaman el concurso de mis modestos esfuerzos», escribió a Fidel antes de partir al Congo, donde el combate fue pronto un fracaso.

Hubo en todas las decisiones que tomó el Che antes y después de partir hacia Bolivia el impulso del predestinado, de quien siente que tiene una misión irrenunciable que cumplir. El poeta cubano José Lezama Lima escribió en 1968, en Ernesto Guevara, comandante nuestro: «Quiso hacer de los Andes deshabitados la casa de los secretos (…) Nuevo Viracocha -Dios creador del panteón inca-, de él se esperaban todas las saetas de la posibilidad y ahora se esperan todos los prodigios de la ensoñación». Y Lezama Lima cita también «el afán de Holocausto» del guerrillero, una figura muy próxima a esta otra moldeada por la periodista argentina Julia Constenla: «Su imagen de Cristo involuntario supera lo que podrían haber sido sus deseos».

Historias milagreras

Los campesinos de Vallegrande y de La Higuera cuentan historias milagreras que remiten a lo sobrenatural, a lo inexplicable: un taxi que aparece en medio de la noche para llevar a Sucre a alguien enfermo, tres cóndores que sobrevuelan el valle para saludar en nombre del Che al equipo de una televisión francesa, un caballo que se detiene frente a una casa para que lo monte alguien que lo precisa con urgencia, un viajero que, inspirado por el comandante, guarda dos velas después de visitar su tumba, dos velas indispensables para dar con un cobijo en la negrura de la noche.

«Pacho, llegamos al Jordán, bautízame», cuenta Humberto Vázquez Viaña que le dijo el guerrillero, entre la ironía y la voz del ungido, a uno de sus compañero de partida cuando llegaron a la tierra del

Ambicioso díptico de Soderbergh, esta vez con el puertorriqueño Benicio del Toro en el papel principal. La primera parte, más ajetreada, narra el triunfo de la revolución y el famoso discurso de Che en la ONU, mientras que la segunda muestra el paso lento del tiempo de los guerrilleros en la selva boliviana.

El tercer español en interpretar a Guevara, tras Paco Rabal y Antonio Banderas, sería Eduardo Noriega. Su composición es interesante, pero se trata de una anodina producción estadounidense, con toques de inflamado romanticismo, en la que el protagonista recuerda sus experiencias al ser encarcelado.

Tampoco en el filme de Salles, coproducido por Robert Redford, el Che fue encarnado por un actor argentino o cubano. El mexicano Gael García Bernal lo interpreta en esta experiencia pre-revolucionaria cuando, en 1952, aún no apodado el Che, recorrió América del Sur en moto junto a su mejor amigo.

Adaptación del famoso musical de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice. El respeto a la historia es muy relativo tanto en el original como en el guión firmado por Oliver Stone, posterior director de dos documentales sobre Fidel. Madonna es una imposible Eva Perón y Banderas compone un Che exótico.

Un director especializado en los géneros populares como Paolo Heusch, con filmes sobre hombres lobo, aventuras y spagueti wéstern, no parecía el más adecuado para realizar este retrato del Che centrado en la persecución a la que es sometido en Bolivia por un agente de la CIA. Francisco Rabal cumple.

El director de ‘El estrangulador de Boston’ presenta una visión algo sesgada, muy desde la perspectiva estadounidense, de la compleja relación entre Ernesto Che Guevara y Fidel Castro, interpretados respectivamente por el egipcio Omar Sharif y el estadounidense Jack Palance.