Stefan Zweig escribió su último texto el 22 de febrero de 1942. Las palabras debieron de dar vueltas en su cabeza durante días hasta que finalmente les dio forma, aquella noche en su casa alquilada de Petrópolis (Brasil), antes de que su esposa Lotte y él se vistieran para la ocasión -ella con un kimono, él con camisa y corbata- y se tumbaran en la cama tras tomarse a medias una dosis devastadora de barbitúricos.

«Mi propio idioma ha desaparecido de mí y mi hogar espiritual, Europa, se ha destruido a sí mismo», rezaba esa nota de suicidio. «Prefiero acabar mi vida en el momento adecuado, como hombre para quien la cultura siempre ha sido felicidad y libertad, la más valiosa de las posesiones de este mundo». Y concluía: «¡Saludo a todos mis amigos! Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, tan impaciente, me voy antes».

El más leído

Durante las décadas previas Zweig había sido el escritor más leído y traducido de Alemania. Era como un Midas de las letras: todo lo que escribía se convertía en oro. Además de las ficciones y las biografías que le dieron su reputación, produjo profusamente obras teatrales, poemas, traducciones, crónicas de viajes y ensayos. Y muchas cartas, más de 30.000. De haber vivido hoy, Zweig habría sido un gran community manager. Le encantaba crear contactos entre personas, y lo hacía esperando que esas interacciones generaran intercambios culturales positivos.

El austriaco exploró muchas de sus ideas sobre literatura, política y la función del artista en sus celebradas memorias El mundo de ayer. Lo que dramatiza el biopic Stefan Zweig, adiós a Europa es más bien lo que quedó fuera de aquel libro; lo que sucedió una vez abandonó Austria en 1934 después de que, tras el ascenso de Hitler, los nazis saquearan su casa y quemaran sus libros. Incapaz de publicar en su propio idioma, vuela a Inglaterra y desde ahí seguirá moviéndose, de un lugar a otro, hasta el final de su vida. Durante largos periodos vive en Brasil, en Argentina, en Estados Unidos. Pero aunque en el exilio su cuerpo está a salvo su mente tiende a escaparse a un lugar que conoce, Europa, y que está siendo borrado del mapa. Ese conflicto interno, vemos en el filme, lo atormentará para siempre.

En ensayos de antes de la primera guerra mundial y entre guerras, Zweig escribió con elocuencia -y con cierta ingenuidad- sobre la idea utópica de una Europa unida y pacífica sin fronteras nacionales, motivo por el que hoy es considerado uno de los ideólogos de la Unión Europea. En un ensayo recogido en la colección Tiempo y mundo, el austriaco afirma que «todo es posible cuando la humanidad crea comunidad, pero nunca cuando está fragmentada por lenguajes y por naciones que no se entienden entre sí y no quieren entenderse». En la misma línea, al principio de la nueva película, Zweig se pregunta: ¿Cómo lograr una coexistencia pacífica en el mundo de hoy a pesar de todas nuestras diferencias de clase, raza y religión?

Postura apolítica

Dirigida por la actriz Maria Schrader, la cinta asimismo ilustra cómo, pese a ser aclamado como abanderado de la causa intelectual, Zweig siempre rechazó hablar mal de Alemania. Aunque hay quien ha entendido esa postura apolítica como una forma de cobardía, lo cierto es que el escritor nunca dejó de atender los cientos de cartas de colegas, viejos amigos y desconocidos que buscaban ayuda para salir de Europa, de pedir favores a gente en el poder, de gastar buena parte de su fortuna tratando de proporcionar medios de escape al tiempo que trataba de producir nuevos textos y de mantener una presencia pública como escritor.

En todo caso, estar en posición de decidir quién debería salvarse añadió una crisis moral a su depresión. Después de todo, era la segunda vez que Zweig veía Europa destruirse. Sus llamadas a la unidad del continente se hicieron más urgentes a lo largo de los 30 a medida que el nacionalismo y el odio étnico triunfaban. «En contra de mi voluntad, soy testigo de la más terrible derrota de la razón y el más salvaje triunfo de la brutalidad», lamentó ante las victorias de Hitler. Frente a aquello no fue capaz de reunir para sí mismo la esperanza que había alentado en otros.

Menos de una década después de su suicidio, seis países europeos acordaron unificar su producción de acero y carbón, estableciendo así un club que acabaría convirtiéndose en un proyecto europeo parecido al que durante tanto tiempo Zweig había impulsado -aunque, eso sí, construido sobre bases mucho más prosaicas que las que él había imaginado-. El ideario del austriaco sigue animando a los líderes de Bruselas. Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, recordó recientemente en un discurso la advertencia del escritor a modo de autocrítica: «Aquellos que se ven atrapados en los grandes movimientos que determinan el curso de su tiempo no siempre son capaces de reaccionar inmediatamente».

Europa afronta hoy algunos de los mismos conflictos sociales y políticos que la afectaron hace 80 años. Por un lado, ahora como entonces miles de personas cruzan sus fronteras huyendo de la guerra y la persecución, solo que en sentido contrario. Por otro, el brexit y el auge de Marine Le Pen y de la extrema derecha en general demuestran hasta qué punto la retórica del Nosotros Contra Ellos se impone sobre los utópicos ideales de cooperación a los que Zweig dedicó su vida; el riesgo de desintegración del proyecto europeo se ha acuciado. El escritor estaría probablemente horrorizado al comprobar que quienes llegamos a vivir una Europa pacífica y libre durante tanto tiempo estamos dispuestos a sacrificar ese logro en pos del tipo de nacionalismo que él describió como «la peste final que ha envenenado la flor de nuestra cultura europea».

Por otra parte, Zweig siempre tuvo claro que para un club supranacional siempre sería más fácil ganarse a las élites que concitar el afecto de unos ciudadanos preocupados por la globalización y la inmigración y apegados a los preceptos de la soberanía nacional. El remedio que él propuso, una capital europea rotatoria, se hizo realidad aunque de forma diluida: la Capital Europea de la Cultura no ha calado en los europeos como Zweig esperaba. De todos modos, quién sabe. Él también insistió en la naturaleza pendular de la historia del continente, que se balancea desde hace siglos entre el espíritu violentamente localista y los anhelos de colectividad. Tal vez que sus fantasías se impongan es solo cuestión de tiempo.