Sonia tenía unos 40 años, la piel oscura que abunda en el sur de la India y unos rasgos afilados por la delgadez que le daban una expresión amargada. Atendía una corner shop en Highbury, al norte de Londres, el único establecimiento del barrio donde hace 20 años vendían prensa internacional. Aunque nos veíamos casi a diario, nunca habíamos ido más allá del «how are you today?» (¿Cómo estás hoy?) de cortesía básica.

La mañana del 1 de septiembre de 1997, después de haber seguido durante toda la noche las noticias en directo sobre la muerte de la princesa Diana en París, me arrastré hasta la tienda de Sonia para arramblar con todos los periódicos del día. La encontré sola, llorando. «¿Qué te pasa? ¿Es por Diana?», le pregunté. «No -balbuceó-, es por mí».

La conmoción por la noticia había abierto la espoleta de los sentimientos y una explosión de emociones contenidas estaba a punto de desparramarse por la ciudad. Lo que quedaba del país del stiff upper lip -una expresión que literalmente significa «labio superior rígido» y que describe la resistencia a demostrar las emociones en público- estaba a punto de protagonizar la expresión emocional colectiva más masiva de la historia.

No todo el mundo se dejó contagiar por el efecto Diana. Digamos, sin otra base que la propia experiencia vivida aquellos días, que el fenómeno afectó más bien a las clases populares, aquella «gente de la calle» a la que Lady Di había prometido que nunca les fallaría. La sensación era que se estaba produciendo una rebelión contra las élites, empezando por la monarquía y continuando por los medios de comunicación, solo que en lugar de armas los rebeldes portaban ramos de flores.

La historia de una vida

En este ambiente Sonia me contó su historia. Había nacido en la India y su familia emigró a Kenia cuando el país africano aún era una colonia británica. Pero Kenia logró su independencia en el año 1963 y muchos residentes asiáticos con pasaporte británico, entre ellos la familia de Sonia, volvieron a emigrar, esta vez al Reino Unido.

«Me he pasado 20 años de mi vida en esta corner shop -relataba con las lágrimas resbalándole por los pómulos angulosos-, y en todo este tiempo nadie del barrio, absolutamente nadie, me ha invitado nunca a tomar el té ni se ha interesado lo más mínimo por mi vida. Me he gastado el dinero en las mejores escuelas para mis dos hijos y ahora que están en la universidad me miran por encima del hombro y se avergüenzan de mi acento. No puedo más. Lo único que deseo es volver a la India».

Nunca supe si el desconsuelo de Sonia se concretó finalmente en un billete solo de ida a Nueva Delhi, pero ese tampoco es el objeto de este artículo. Resucitar esta historia olvidada en una libreta de notas hace 20 años pretendía facilitar la comprensión de uno de los mayores fenómenos de masas del siglo XX. El uso de internet despuntaba a nivel doméstico, solo el 25% de los ingleses tenía móvil y las redes sociales eran ciencia ficción cuando la muerte de Diana marcó el paso de la era de la razón al siglo de la comunicación de las emociones.

«Yo no soy un animal político, pero creo que la mayor enfermedad del mundo de hoy es la enfermedad de la gente que no se siente amada -declaraba Diana de Gales en una alucinante entrevista al programa Panorama de la BBC en noviembre de 1995-. Sé que yo puedo dar amor y quiero hacerlo. No me veo como reina de este país, pero me gustaría ser la reina en los corazones de la gente. (...) No sigo ningún manual y hago las cosas guiada por el corazón, no por la cabeza. Muchos me ven como una amenaza, pero yo solo quiero hacer el bien».

Las últimas palabras

Estas palabras pronunciadas no desde el púlpito de la autoridad sino desde la experiencia propia -Diana se sintió aislada en palacio y confesó haber sufrido una depresión posparto y bulimia durante años- conectaron con la sociedad y generaron una empatía brutal, amplificada por el agobiante seguimiento mediático al que fue sometida la princesa desde su compromiso con Carlos. En mayo de 1997 esa misma sociedad daría una victoria aplastante al joven candidato laborista, Tony Blair.

Escuchar hoy las últimas palabras de la princesa en la entrevista a la BBC da escalofríos. «Tengo esperanza -dijo-. Creo que hay un futuro por delante, un futuro para mi marido, un futuro para mí y un futuro para la monarquía». Nueve meses después, Diana y Carlos firmaban el divorcio y 21 meses después, el cuerpo de la princesa desfilaba por la calles de Londres dentro de un ataúd. Ella era la única que se había quedado sin futuro.

La hipótesis de que el accidente hubiera podido ser provocado nunca tuvo demasiado éxito. Bajo el titular común de Una nación de luto, los medios británicos destacaron -y a su vez amplificaron- la reacción de la gente corriente. Nunca hubo una investigación empírica sobre la respuesta popular, pero las crónicas del 6 de septiembre de 1997 hablan de dos millones de personas acompañando el féretro en las calles de Londres y 2.500 millones siguiéndolo en directo por televisión.

«El luto por Lady Di ha generado más cobertura mediática que cualquier otro acontecimiento de la historia, incluido el estallido de la segunda guerra mundial», declaraba un experto sin aclarar en qué datos se basaba para llegar a esa conclusión. Expertos y periodistas, la inmensa mayoría nos dejamos llevar por aquel tsunami emocional.

Unas 30.000 personas durmieron en la calle para poder ver el paso del féretro en primera fila, esta corresponsal entre ellas. Concretamente me situé en la zona del parque de Saint James. A las cuatro de la mañana, entumecida por el frío, oí que había un tipo con una guitarra frente al palacio de Buckingham y fui para allá: «Un coro de voces de todos los colores se ha empeñado en no dejar dormir a la reina -escribí-. Cantan de todo, desde Starway to heaven pasando por todo el repertorio de Oasis, incluso el himno Dios salve a la reina». Todo el mundo fue especialmente cariñoso y atento aquella noche. Ojalá Sonia, la tendera, lo hubiera visto.

A las diez llegó el cortejo fúnebre y se hizo un silencio sepulcral, solo se oían débiles sollozos. Por la radio llegaba la voz del locutor, también entrecortada por la emoción. De la noche a la mañana, la poderosa y pérfida Albión se había convertido en la sollozante Britania.