Es noviembre del 2015 y el mar Egeo, una autopista. Estamos en el pico de la crisis migratoria: miles de personas llegan en patera a suelo griego cada día, procedentes de la cercana Turquía. Las llegadas son tan numerosas entonces que ni siquiera hay suficientes cooperantes para atender todas las necesidades de mujeres, ancianos, niños, varones y adolescentes que saltan de las lanchas cada pocos minutos para desembarazarse de sus chalecos y celebrar, a veces fotografiándose en la playa, que han llegado a Europa.

Marzieh y Mahtab, madre e hija, de 37 y 10 años, procedentes de la ciudad iraní de Shiraz, se mojan los pies y avanzan hasta la orilla, al igual que otros 3.977 solicitantes de asilo ese mismo día. El desembarco es tranquilo, sin muchos lloros o traumas. El susto lo da un anciano que viaja desde Afganistán junto a toda su familia y que se tiene que tumbar sobre los cantos de la playa. Un doctor voluntario le ausculta y da el parte: «Tuvo una cirugía del corazón hace muchos años y tiene una ligera tos, pero con los instrumentos de que dispongo ahora mismo, no puedo decir mucho más. Creo que le ha dado un bajón por fatiga, estrés y varias emociones juntas». Marzieh y Mahtab, sin embargo, están bien.

Ellas viajan solas, pero se han unido a un grupo de tres hombres, tres mujeres y dos niños más. Quieren ir a Suecia, uno de los mejores destinos para un refugiado. A Mahtab le gusta hacer deporte y estudiar. Marzieh era esteticista en Shiraz. ¿Y el padre? No hay padre o no quiere hablar de él. «Ser mujer en Irán es muy difícil, y más, madre soltera. Por eso me fui. ¿En Suecia tratan bien a las mujeres?».

Madre e hija colocan la ropa mojada en la travesía sobre el coche que unos periodistas han aparcado en la misma playa. Hay muchos periodistas. Hay incluso periodistas que están allí para hacer seguimiento de otros periodistas que documentan la oleada migratoria. Pero a estas alturas en la escena quedan poco más que chalecos desechados en la orilla y los llamados buitres: los rateros de rigor, que esperan a que refugiados y comitiva humanitario-informativa se haya disipado para desguazar la patera y agenciarse las partes aprovechables.

Ferry hacia Atenas

Ellas son de las afortunadas, porque logran registrarse rápido como migrantes en Grecia y al día siguiente están en el ferry que parte hacia Atenas. Marzieh está en la cubierta del segundo piso. El grupo de sus acompañantes ha variado, y ahora son cinco varones iranís que juegan a las cartas cerca de ella. Está sentada sola, mientras su hija juguetea con la perra de un viajero. En Shiraz tenían siete perros que no le gustaban nada a su abuela. No se han podido llevar ninguno y los echan mucho de menos. Marzieh se acuerda de ellos mientras el gigantesco barco se aleja de Lesbos. «Ahora viajamos con estos hombres pero, ¿y cuando lleguemos a Suecia? ¡Estaremos solas!». Le tiemblan los labios y logra contenerse las lágrimas cuando recuerda a su familia. Carga fotos en su móvil, muchas, de sus dos hermanas: una de 40 y otra de 44 años. La de 40 tiene dos hijos, uno de ellos un bebé que trae locas a Mahtab y Marzieh. Una de las tías de Mahtab es escultora y Marzieh enseña una foto de talla de madera de la pasión de Cristo. Este es uno de los motivos de su huida: son cristianas, objeto de represalias en Irán. Marzieh muestra imágenes de Shiraz y de su exmarido y padre de su hija. Esta es otra de las razones de la fuga: mujer, madre soltera y divorciada.

«Turquía fue un horror», cuenta Mahtab. La atravesaron de este a oeste por carretera, hasta Estambul y luego a la costa occidental, donde los traficantes se encargaron de montarlas en la patera en la que llegaron un día antes. El cruce fue arriesgado, pero lo peor para ellas fue el viaje en minibús: 52 horas acurrucadas durante más de 3.500 kilómetros. Para ilustrar la incomodidad del vehículo, Mahtab se encoge en cuclillas al tiempo que levanta la voz para exclamar: «¡Mini, mini, minibús!». Marzieh ofrece algunos detalles: «Nos retuvo la policía un tiempo. Viajaban con nosotras solo hombres afganos e iraquís. Y el conductor no hacía más que maldecir».

Amanece y madre e hija llegan al puerto ateniense de El Pireo destrozadas del cansancio, por lo que optan por ir a un hotel a descansar hasta que llegue la noche, cuando tomarán un autobús hacia Idomeni, el campamento humanitario fronterizo con Macedonia, un cuello de botella en el que los solicitantes de asilo pasan con cuentagotas. No es aún madrugada cuando Marzieh y Mahtab llegan allí. Hay numerosos autobuses que quieren entrar al campamento y toca esperar varias horas.

Cambios de nombre

Tras preguntar por el proceso para pasar a Macedonia (ir al campamento, recibir comida, agua, atención médica y aguardar su turno para caminar por la vía del tren hasta la exrepública yugoslava), Marzieh se aparta un poco del jaleo y saca un papel. Es el documento que les autoriza a permanecer en Grecia mientras tramitan su solicitud de asilo, lapso que todos los migrantes utilizan para dirigirse sin trabas al norte de Europa. «Mira», dice señalando el folio. «Mi nombre real es Marzieh, pero ahora me llamo Fatma. Y Mahtab, Noor [todos los nombres han sido cambiados para proteger sus identidades]». Son nombres árabes. ¿Os gustan? «¡No! Suenan a nombres de pobres en Irán. Marzieh significa ‘la más hermosa’ en farsi, y Mahtab, ‘luz de luna’». Se han hecho pasar por sirias para que la UE agilice los trámites de su acogida. De ahí que hayan adoptado esos nombres a sugerencia de sus acompañantes. Como muchos otros, viajan indocumentadas o con documentos falsos. Algunos los despedazan por el camino y los restos son visibles en las playas griegas del Egeo, o en el punto fronterizo en el que se encuentran ahora. Cuando el sol se levanta, es visible la cantidad de plásticos que hay esparcidos por el suelo. «¡Qué sucio! Parece Irán...», comenta la madre.

Marzieh se queja de su tobillo izquierdo. Tuvo un accidente hace años y le afectó a esa articulación, así como a cuatro discos vertebrales. Carga con una mochila grande con ropa para ella y para su hija. «Me duele mucho la espalda, pero lo hago por Mahtab». Más tarde, conseguirá que Médicos Sin Fronteras le dé un bloque de hielo para colocarse en el tobillo, unos analgésicos y una venda que alivian sus dolores en Idomeni. En este punto no se puede hacer mucho más.

En Alemania

Prosiguen el viaje por los Balcanes. En tren, en autobús, a pie. «Lo peor es caminar de noche», lamenta Mahtab. Como en los 10 kilómetros oscuros y embarrados que toca patear en el paso ilegal entre Macedonia y Serbia. Cuando sus compañeros de viaje llegan a Alemania, a la madre le asaltan las dudas: ¿seguir solas hasta Suecia? ¿Cómo es la situación en España? Fuentes del proceso de solicitud de asilo en Madrid señalan que en España no lo lograrán, ya que la Constitución de Irán reconoce a los cristianos como minoría, aunque la realidad sea menos alentadora.

Mahtab y su madre optan por quedarse en Alemania, donde las ubican en una residencia. Una habitación para las dos, con baño y cocina compartidas. Mahtab empieza la escuela y ambas se inician en el alemán, idioma en el que la niña destaca pronto. El frío del invierno las descoloca y Marzieh se aburre horrores: no le resulta tan fácil como a su hija hacer amigos y echa de menos a su familia y su ciudad, pero la paciencia a lo largo de 15 meses da sus frutos. En febrero de este año reciben un permiso de 3 años de asilo en el país teutón. Ahora toca el siguiente paso: encontrar una casa en la que puedan crear algo parecido a un hogar.