Y digo Agustín cuando, ¡huy!, tendría que escribir AGUSTÍN JIMÉNEZ VILLAHOZ, siempre en mayúsculas, pues no en balde fue uno de los hombres más grandes que ha dado mi pueblo en el siglo XX (envuelto en una carcasa pequeñita), un emeritense cabal del que somos deudores varias generaciones de extremeños (entre los años 50 y los 80 todos teníamos un niño, ilusionado, en el Imperio). Y, en esto, llegó Agustín y se hizo el fútbol.

¿Cómo hemos sido tan malnacidos para no reconocerle en vida su bonhomía? Solo recuerdo el emotivo reconocimiento que entre otros protagonizó Juan Carlos Rodríguez Ibarra en la Asamblea en tiempos de mi añorado Antonio Vázquez. Pero Agustín sigue estando aquí, porque nada muere excepto aquello que se borra del recuerdo; esa estela de dignidad y virtudes humanas permanece desde el Hipódromo al Romano. ¿En qué momento se te jodió el nombre por el de Circo?

En un huequito de la memoria perviven aquellas tablas de gimnasia al amanecer, las jugadas de estrategia con tiza y pizarra, las alineaciones en la trastienda de Santa Eulalia, los viajes casi en tartana por Extremadura, el ir de blanco cuando tu corazón es Atlético, tu bufanda rojiblanca, el madrugar para coger campo. La estampa del Nazareno junto a la de Santa Eulalia, Angelita, siempre Angelita... y Rodri, Curro, Doro, Burgos, Contador, Martínez Parra, Santamaría, Castelló, Pancho, Jesús Cabezas, Macareno, Casi Custodio, Ambrosio, Paco Gijón, mi Rafita, el gitano.

Agustín encarnaba el ideal de Camus: «Toda la filosofía de la vida se pude aprender en un campo de fútbol». Era un personaje que trabajaba y sonreía, que nunca se batía en retirada, entrenador, médico, maestro, amigo, del que solo guardo unos recuerdos amables; si hubiera un Premio Nobel para las buenas gentes, hace tiempo que Agustín se lo hubiera llevado.

¡A ti te lo digo ARO!, aún estás a tiempo de enmendar esta injusticia histórica con uno de los mejores emeritenses, no te duermas en los laureles.