Cojo y viajando por la red he descubierto a un monstruo que duerme con los ojos abiertos y responde cuando le llamas ‘algoritmo’. Todos los cohetes que lanzamos cuando descubrimos internet ahora nos están chamuscando al descubrir que desde sus carcasas se han hecho amos y señores del espacio y sus nubes, que nos controlan y nos incomunican.

Le he dicho a Cachopan que el próximo día que ponga el móvil encima de la barra, este se va (sin pagar, aunque esto último no le ha sorprendido), que no venga con urgencias ni sepelios; con mi otro yo (o sea Domingo) he tenido trifulca porque dice que él es un profesional y tiene que estar al loro, así que le voy a regalar un guacamayo que es más grande, habla lo mismo y, encima, tiene los colores del Aletí. Lo peor es que esta dependencia de internet ya no tiene marcha atrás, si no tienes móvil eres un tipo asocial, te has perdido en una tribu amazónica o te has hecho menonita (amish para quienes ven películas).

El otro día ojeando este periódico me saltó publicidad de hoteles en Fátima y la ruta más rápida para llegar a Nazaré y subir en su elevador... ¡Coño, si es lo que busqué hace un mes! Este algoritmo me tiene fichado, sabe lo que me gusta, seguro que a uno de Podemos no le remite la misma información, conoce que vivo en la barriada con más ratas de Mérida, que tengo vecinos médicos, juego a los cupones y me quedan tres recibos de la hipoteca. ¿Cómo lo adivinan? Ya me he enterado: por el algoritmo. Suavemente me atraen con sus datos mientras yo, como un gili, siento su tecla fría que letra a letra me ofrece resultados, me conecta solo a quienes piensan similar y me entretiene con noticias falsas. Harto ya de estar harto, en el servidor pedí explicaciones. Respuesta: Ja, ja. Y, además, ¡ji!, ¡ji!