Atrévete a decir que vives la Cuaresma, que no comes carne los viernes y que ayunas no por adelgazar, que también, sino porque te da la gana. Atrévete a ir sin prisa porque ahora, jubilado, todo pasa rápido, menos las noches en vela; atrévete a levantarte de la cama porque no vale la pena dar vueltas y tú, a estas alturas, tampoco estas para posturas avanzadas (y que te entre la risa al ejecutarlas). Atrévete a confesar tu fracaso con las nuevas tecnologías, has necesitado diez años para entenderlas un poquito y, al ver a tu hijo, te das cuenta que ya vas con un lustro de retraso; te costó acostumbrarte al cambio para llegar a la conclusión de que esa renovación ya es antigua (como tú vintage). Aprendes lento, fracasas rápido.

Atrévete a pregonar que la vida comienza a los sesenta, que te quedan ocho derbis que serán los más alegres, e intensos, de tu vida. Atrévete a rebelarte porque no te conformas con divertirte por obligación, vaya carnavales, y que todavía crees en el «nos liamos». Atrévete a decirles que el llevar la Cruz de Guía no te ha hecho un santo pero que ahora serías un mal bicho si no la hubieras llevado. Atrévete a volver a peregrinar a las Villuercas, porque tu vida se forja en el camino, sembrado de amapolas, que lleva a Guadalupe (no en Guadalupe).

Atrévete a repartir sonrisas más que a buscarlas, porque tu felicidad está en el reparto. Y esa puerta se abre hacia fuera. Atrévete a darte cuenta de que lo mejor que tienes son los demás. Atrévete a llorar con ella porque no podrás reír si no has llorado antes. Atrévete a confesarle si-supieras-lo-que-he-hecho-por-volverte-a-ver (así, de esta manera). Atrévete a encontrar el alcornoque que llevas dentro (suele florecer con Domingo). Atrévete a no dudar y, si dudas, cree en Él. Atrévete a quemarte en las brasas de tu amor, convertido, ¡Ay Dios!, en cariño. ¡Atrévete!