Cuando se remodeló el mercado de Calatrava se erigió un templete, con columnas antiguas de hierro fundido. En el atrio de ese mercado --nuestra decimonónica plaza de abastos-- un rectángulo adoquinado y cargado de pasos perdidos que encaja, a través de su escalinata de cantería, con la calle Santa Eulalia. Posteriormente, los primitivos dueños de Casa Benito clavaron unos esquejes de hiedra en cada alcorque de los pilares. Prosperó la planta trepadora de tal manera que allí se formó una pequeña selva en mitad de un espacio sin más vida que la humana. Así desde cada columna de hierro avanzaron las poderosas lianas hasta formalizar un techo de más de un metro de espesor y más de cien metros cuadrados de superficie.

¿Se pueden imaginar la tentación que supuso ese vergel para la fauna alada de nuestra ciudad? Tanta que enseguida fue colonizada por centenares, tal vez millares, de pequeñas aves urbanas, de las más variadas especies, que hacían allí su vida y que, fundamentalmente, dormían cada noche entre las redes de un singular colchón vegetal, para prestar al cemento circundante la vida humana que cada noche faltaba. Porque muy poca gente vive por allí, casi nadie.

Esta claro que esta fronda, a modo de microhábitat urbano, albergaba un mundo de seres múltiples, alegres, bullidores, inquietos, felices y, por supuesto, voladores que recorrían veloces los espacios entre el parque del Parador y las palmeras de la plaza de España, buscando insectos, encontrando pareja o viendo crecer a sus crías.

¿Nos estorbaban estos pequeños seres? Lo dudo porque nunca se escuchó queja alguna sobre molestias ni perjuicios. Ni siquiera a quienes limpian la ciudad cuando sus calles están solitarias. En todo caso habría que agradecer a la gran variedad de pájaros que cada mañana la vida se nos manifestara con renovado e insistente gozo. Simplemente eso era ya regalo bastante para agradecer a los pajarillos la razón de su existencia.

Paseaba con mi perro y vi el desaguisado. Habían destruido toda la masa de hiedra y las columnas de hierro fundido aparecían desnudas, muertas. Ya no había avecillas urbanas. Las habían deshauciado violentamente, sin notificación alguna, sin aviso previo, después de ser inquilinas y dueñas de aquel espacio durante tantos años.

Se dice que van a cubrir con una carpa de plástico el espacio entre las columnas. O sea que los pájaros estorbaban, en las intenciones de ganar más dinero con más mesas. Y también más impuestos municipales por ocupación de suelo público. Sin contar con nadie.

Pero, ¿quién nos devolverá aquel abigarrado mundo lleno de impulsos nerviosos, cuajado de seres entrelazados entre dos reinos de la naturaleza, trasplantados, por voluntad propia, a un inerte entramado urbano? Difícilmente podremos recuperar ni remotamente la sinfonía de vida que nos transmitieron todo el tiempo. Y a cambio de nada.