La conversación tomando copas entre grupos de amigos viene de antaño. Las bacanales romanas era beber y comer a lo bruto; los visigodos lo hacían con más moderación y los árabes, como no podían tomar bebidas alcohólicas se distraían en sus harenes.

Durante la Reconquista, el jolgorio en los castillos estaban amenizadas por trovadores y algún bufón de turno. La unificación española con los Reyes Católicos vino a plantear la vida de otra manera y los núcleos urbanos tomaron una nuevo rumbo. En los días de descanso se tomaba una copa en una taberna o en la casa del bodeguero, de ahí vinieron las tascas, bares y lugares de reunión alrededor de una botella de vino en una mesa, con unos vasos y la charla de los acontecimientos, que tuvieron que regular incluso en las ordenanzas municipales, como en la del 1677, con la venta de vinos y sus administradores.

PRIMEROS BARES

Los primeros bares que tenemos noticias se remontan a 1638 donde había tantas tabernas que se redujeron a dieciséis.

Las más conocidas eran las de Soterraño, en la calle Santa Olalla, propiedad de Inés Lorenzo; la Felipa en la calle Brudo; la de Ana Macías, en la calle Zapatería; Inés Espino, en la calle El Puente y dos tabernas en la plaza de Rastro. Adquirían todo el vino y los vecinos denunciaban estos hechos porque no tenían qué comprar para llevarse a sus casas.

En 1696 dan normas que aparecen en los Archivos Históricos de la ciudad: no se podrán adquirir vino tinto hasta que no se haya consumido el nuestro . Manuel Félix Herrera tenía el poder en Mérida para que se cumplieran estas normas. El vino añejo blanco sólo se vendía para las tabernas, como ocurría en Soterraño, que seguía despachando vino a sus clientes y en el Rastro Juan Ramos. Una de las calles con más solera en tabernas era la de El Puente, única entrada en la ciudad por el puente romano, estaba la Vigara, y en la calle Berzocana la de Manuel González.

En esta época el gobernador de la ciudad era Diego Gaspar Daza Maldonado y los regidores de Mérida: Fernando de Vera, García Pantoja, Juan Camacho, Alonso Leal Cáceres, Juan de la Vanda, Diego de Triana Zerón, José Torres, Juan de Tena Porras y Juan Francisco García.

Pasaron los años, en los archivos constan estos establecimientos, sus permisos y como se regían.

En 1820 las tabernas sólo tenían permiso hasta las ocho de la tarde, bajo multa de cuatro ducados, los alcaldes de barrios y por turno riguroso, ocho vecinos armados patrullaban la ciudad para cuidar de la tranquilidad pública desde las nueve de la noche a las tres de la madrugada y se prendía a los sospechosos.

A finales del siglo XIX, la taberna más popular y que se convirtió en restaurante fue la de El Padre Mollete de Vicente Galán, se inauguró en 1895 y estuvo abierta hasta 1939 cuando la traspasó a Pedro María Moreno, que también llevó el sobrenombre de El Padre Mollete y se cerraría en 1952 después de llevarlo Miguel Seller Mimi y sus cuñadas Damiana y Antonia Daza, hermanas de Vicenta, su mujer.

Miguel Seller comenzó a trabajar con Vicente Galán y estuvo siempre ligado a este conocido restaurante y al dejarlo abrió en la travesía de San Salvador El Rincón de la Victoria y en la plaza de Santa Clara un quiosco, ambos fueron lugar de tertulias.