Fiel a una larga tradición navideña estos días he vuelto a encontrarme con el deslumbrante y prodigioso actor James Steward y con ese formidable contador de historias que es Frank Capra. Fiel a las navidades he vuelto a emocionarme con Qué bello es vivir, película llena de vida que rezuma humanismo de raíces profundas y que despierta esa verdadera patria que es la infancia que todos llevamos dentro. Hay que ser genial para aunar en una película, risa, llanto y fantasía, bordeando la tragedia, inmerso en la comedia. Este año que se me han ido muchos, demasiados Señor, empezando por el gran Chema Postigo y ayer, no más, Isidro Parra, Fernando Rodríguez o Luis Lamata, en Qué bello es vivir he revivido la fábula esperanzadora del hombre corriente que lucha día a día por sacar adelante a su familia. Qué difícil es hacerlo sin pensar en uno mismo (vayas a dónde vayas encontrarás heroísmo, canta Marara). Y es que hay que tener mucho coraje para ser heroico en lo pequeño, sabiendo recomenzar siempre. Coraje es esforzarte por los tuyos, desafiar la amenaza del fracaso y, si te lo tropiezas, levantarte. Hay que tener coraje para ser buenos. Afrontando el qué dirán: No conozco la clave del éxito pero la del fracaso debe ser tratar de complacer a todo el mundo. Para héroe mi padre levantándose a las cinco de la mañana en la Papelera.

Allá los críticos aburridos y los intelectuales pedantes que consideren pasada de moda la sensibilidad, para mí la película es imperecedera, clásica, sincera, una de las mejores de todos los tiempos porque siempre necesitaremos, ya les digo, historias optimistas que nos lleven por el camino de la esperanza, rebosando ilusión por vivir. Una película entusiasta para gente sencilla a la que hay que decirle -en palabras de Capra- que ningún hombre es un fracasado. Al final, uno grita cuando todo ya ha pasado: ¡Qué bello es vivir!