Ayer, charlando con Pedro Luna, supimos de la muerte de Carlos Tena Romero. El Jueves Santo. Misa y sepelio en el tanatorio y nadie de los amigos nos enteramos de su muerte. Nos hubiera encantado estar en esos momentos a su lado. Con su espíritu. Su silencio. Su soledad.

Recuerdo un accidente de automóvil en 1960 viniendo del Proserpina. No nos matamos de milagro. Un 600 de los de antes. Conducía Juan Manuel Mateos Gutiérrez, químico en el Matadero Regional. En el asiento delantero, el Oficial Mayor del Ayuntamiento, Antonio Salmerón, y en la parte trasera, Carlos Tena y yo. Todavía se me nota la cicatriz que me hice en la cabeza y que me malcosieron por las prisas de recomponerle la nariz a Salmerón. Los otros dos el susto. Nada más. Fue en la calle Calvario a las tres de la tarde de un domingo de últimos días de agosto y contra un camión que estaba aparcado perfectamente. Lo subimos a la acera. Un accidente sonado.

Carlos era abogado, trabajaba también como procurador y no hubo forma de engancharlo con ninguna chica, seguía el camino de su entrañable amigo Pedro Luna, que sigue soltero y sin posibilidad de casarlo.

En los últimos años de su vida Carlos, en un silencio aterrador y en una soledad sin límite, se refugió en el Asilo de Ancianos de Mérida donde daba alguna vuelta, paseaba, no venía al centro y, como socio del Círculo Emeritense dejó de echar la partida, tomar la copa con los amigos. Se refugió en una soledad que ha perdurado hasta su muerte.

Me acompañaba en los paseos por la plaza de España y me ayudó en mi noviazgo con mi mujer. Salía muchas veces con nosotros y lo considerábamos como algo nuestro.

Siento su muerte. Carlos se merecía que sus amigos, los muchos que tenía, le hubieran acompañado en ese último paseo. Ya no está tan solo.