Entro en el Nevado para tomar el pulso a la barriada. En el borde exterior de la barra, en mi rincón, el Pelín mira fijamente un vaso de vino. Viene con su atuendo de tarde, sábana arrugada por los bajos, y me hace una reverencia cariñosa, no exenta de elegancia. Esa desarmante afabilidad me agrada, aunque con el Pelín nunca se sabe, su cara no es precisamente reflejo del alma, por la sencilla razón de que solo se le ve si le observas de frente y, como está mirando el vino, no es plan ponerme encima de la tarima.

«Estoy fijándome en el lado morapio de la fuerza, sólo así evitaré ser seducido por el reverso tenebroso», me admite rezongando como quien, a fuerza de pensar, agarrara el tiempo por los pelos. En este caso, el reverso sería pagar. Por esa esquina del Nevado pasan los grandes temas metafísicos, esotéricos o reales de la vida misma, allí he visto, vinito a vinito, como se aclaraban horizontes lejanos. Porque vinito a vinito es como suceden cosas agradables, esas que te llevan lejos, que te alegran la vida. Después, tras la Legión X, las cosas maravillosas requieren esfuerzo, constancia y algún que otro sacrificio.

«¿Cómo tú que tanta cerveza El Gavilán bebiste ahora te ha dado por el vino?» «Porque en el más allá sólo hay vino, ya marcó tendencia el asunto en las bodas de Caná y, de hecho, es lo único seguro que sabemos nos espera en el cielo pues Jesús nos aseguró que beberemos con Él el fruto de la vid allí». «Hace mucho tiempo, en una Palestina muy lejana, los grandes acontecimientos se celebraban con vino, eso de la cerveza vino de los egipcios y después la cristianizaron tus amigos los franciscanos». Es curioso, pero las últimas palabras en boca de María en los evangelios fueron en la escena del vino: «Haced lo que Él os diga». Pues eso.