Es muy de agradecer la iniciativa del Consorcio, gestada por Juan Carlos López, para reconocer la inmensa labor que don José Fernández López hizo por aquella Mérida del siglo XX, imposible de entender sin la actividad de este prócer, benefactor a quien tanto deben generaciones de emeritenses. Gracias a don José hubo una Mérida industrial, sí, pero también una Mérida social, económica, civil e intercultural cuya vitalidad es imposible resumir en una columnita como esta. Nuestros padres tenían el sentimiento de pertenencia a esa comunidad en la que don José lideraba una ciudadanía social. A ser ciudadano se aprende, como se aprende a vivir conforme a unos valores morales: libertad, igualdad, solidaridad, respeto activo y diálogo. Algo de esto había en el trato con don José en aquellos momentos convulsos y faltos de libertades. No sé si un bienhechor nace o se hace, pero don José lo hizo en Mérida y no solo en las joyas de la corona (Matadero y Corchera) sino en el tejido humano de la ciudad.

Mi admirado Carlos Andreu cita a otro empresario que había descubierto que en la vida hay cuatro clases de personas: unos a los que nunca notamos, por más que los tengamos casi siempre delante; otros, aquellos con los que compartimos muchas horas de nuestra vida, pero no dejan ningún tipo de huella en nosotros; otros, aquellos que nos quieren y nos conocen desde pequeños y por último, aquellos con los que compartimos poco tiempo pero que nos marcan para siempre. Para quien conoció a don José (cada vez nos quedan menos), sin duda él fue de estos últimos. Su vida fue útil, dejo huella.

Me honro (estoy orgulloso) del trato fraterno de su hijo Luis Fernández Sousa, amigo cierto en horas inciertas, que tanto me ha ayudado siendo compañero del alma en toda jornada, y con el que aprendí que es en los momentos duros donde encontramos a los verdaderos amigos. Pero, para expresar mi cariño por Luis necesitaría otra Mérida… Como la de su padre.