Me parece que fue por 1969 cuando en verano me acerqué a la Escuela Familiar Agraria allá por la Estación de Aljucén (de río Aljucén, poquito antes de desembocar en el Guadiana); en realidad tampoco me acerqué a la EFA sino a destripar peñascos, ladrillos y cardos donde poco después se alzaría este Centro de Promoción Rural. Debí colaborar poco, ya entonces apuntaba maneras y, pese a ello, Juan Robledo, que como el dinosaurio ya estaba allí, decidió ser mi amigo, porque los amigos nos eligen (y viceversa). A mí la EFA me acercó a muchas cosas, a ese empeño por combatir la auténtica lacra de nuestro campo, la ignorancia, la falta de formación; ese adaptar la educación al entorno rural, ese trato «familiar» pero también exigente, esas maneras de unir la agricultura con el trabajo en el campo y sus empresas son, para mí y desde entonces, una enseñanza en la vida real y, escribo con conocimiento de causa, han conseguido que muchos chavales en vez de emigrar se quedaran en sus pueblos trabajando en el campo, mojándose cuando llueve, achicharrándose cuando hace calor, pero aquí. El saldo no es malo, han pasado más de 6000 desde aquellos derrumbes y muchos como yo llevan la contra etiqueta «Soy de la EFA» que supone garantía de buena formación humana. Pero lo que quiero transmitir (musas ayudadme) es que quien siembra, recoge; quien riega, crece; y quien abona, sana. Haciendo sencillamente lo que hay que hacer, han hecho mucho; me enorgullezco de estas gentes de la EFA, no sólo por la gran responsabilidad de presidir todos los años el concurso de aguardiente casero, el de tortillas de patatas y el amplio elenco de condimentos que se le puede echar a una caldereta (Chivas incluido) que esto también es cultura, la nuestra. Y Cómo les debía esta columna, ahora voy y lo digo: ¡Gracias EFA, cómo no te voy a querer!