Ocurrió en un pueblo del sur del Cáceres cercano a Mérida. Podría, no obstante, haber ocurrido en cualquier pueblo, en cualquier ciudad, de esta tierra nuestra tan proclive a maltratar a los animales sin razón aparente para ello, salvo que algún atavismo del peleolítico nos provoque especial morbo para ese comportamiento tan miserable. Me ocurrió a mi tal vez porque, como dicen algunos, me las encuentro todas.

Caía la tarde del domingo, cuando me disponía a tirar la bolsa de basura y algunos pertrechos inútiles, antes de partir para la miniurbe esta nuestra, entiéndase la ´pequeña Roma´. Abrí la tapa del vulgar contenedor de color verde, reaprovechado de ciudad con toda seguridad porque una pata de ruedas rotas se apoyaba en un pedrusco más corriente todavía que el recipiente de plástico, cuando ¡oh sorpresa!, unos maullidos desesperados martillearon mi cerebro de manera violenta. No podía creer que allí dentro, entre las bolsas de basura, hubiera un gato.

Comencé a inspeccionar el interior, sacando cuidadosamente las bolsas, por precaución de no herir al animalito y evitar también el contacto con esa cantidad de cosas, aparte de comida, que los humanos podemos depositar en ellas, El minino, de pronto, dejó de miar con lo que la labor inspectora comenzó a tornarse difícil sobre todo porque poco a poco iba apoderándose de mi la duda sobre la posibilidad de que allí dentro, entre el revoltijo de bultos de plástico, hubiera realmente un gato vivo y que alguien hubiera tenido la mala sangre de tirarlo dentro en un catafalco tan poco noble para un ser tan útil y apreciado desde antiguo y si no que le pregunten a la ´gatóloga´ emeritense Pilar Fernández.

Perdía la seguridad que inicialmente había tenido sobre es gato enterrado en vida y comencé a mirar debajo de los contenedores por si los llantos procedían de allí. Nada veía, instalándome en la seguridad de que los lamentos habían partido del interior. Y así, me disponía a volcar el contenedor o movilizar a la Guardia Civil o a quien hiciera falta, cuando una pequeña bolsa atada por sus asas y que había depositado antes sobre el suelo, parecía moverse. Y allí estaban los gatos, en plural, porque eran dos seres empapados en sudor y con los ojos bien abiertos mirándome como su salvador inesperado.

Dos gatos dos, de más de veinte días y con la barriguita bien hinchada de haber mamado antes de ser arrojados a la oscuridad por alguna mente retorcida y poco recomendable. Alguien que había quitado a una madre gata dos de sus crías, después de mamar, para arrojarlas a la más ignominiosa y sucia de las muertes. Alguien que seguramente había hecho un domingo convencional, comprando el periódico, yendo a misa, tomando cañas con los amigos, comiendo como si tal cosa mientras maquinaba la tragedia de dos indefensos gatitos.

El epílogo de esta historia es que los dos gatos siguen vivos. Alguien los ha adoptado y procura hacerlos felices. Luego estará la vida y sus peligros que también acechan a los gatos. Pero correrán su suerte, como todos nosotros. Nadie ya va a asingarles, artera y cruelmente, una muerte espantosa.

La moraleja es que puede haber gente emboscada en los pliegues de sus turbias coincidencias. Gente ligada, permanentemente o los fines de semana, a ese mundo de tanta calidad de vida pregonada, aparentemente satisfecha, pero que alivia su mala sangre o su fracaso negando a unos gatos el derecho a jugarse el pelo de sus siete vidas. Que alguien se lo cuente a un ´pérfido´ inglés y verá como juzga este comportamiento. ¡Ni en Burundi!