En un rincón de la Papelera Santa Eulalia (entre las Abadías y los Chinos) nos criamos los Angulo: papá Artemio, mamá Gloria, sus cuatro hijos y Centella. Centella era una perra buenísima mezcla de setter y no sé qué a quien mi madre trataba con el quinto de sus afectos. La lavaba, peinaba (mejor pelo que yo tenía), daba de comer y la dejaba arrellanarse debajo del aparador (mueble dos siglos antes de Ikea).

A Centella solo le faltaba decir las cosas por su nombre (esto lo solucionó Walt Disney poniendo a hablar a los animales), pero esta rara virtud de estar callada (y de eso no nos arrepentiremos nunca) la hacía ser la más prudente de la familia. Y, por supuesto, a nadie se le ocurrió llamarla esa cursilería de mascota o animal de compañía. Esa bobada vino mucho después.

Ahora me entero de que cada vez habrá menos mascotas porque la gente no necesita perros (de cuatro patas) en casa. Los han sustituido por esos artilugios denominados móviles o tabletas que ejercen la labor de animales de compañía sin necesidad de lavarlos, darles de comer y, sobretodo, sin contraprestaciones de cariño; basta con recargarlos.

Es tal la fuerza de atracción de estos cacharros sin rabo que hace que pasen a segundo plano los pequeños grandes momentos de la familia: comer juntos, discutir juntos, reconciliarse juntos; se come con la tableta, se va a misa con el móvil, se desatienden las labores domésticas porque te has liado digitalmente, no estás pendiente del partido porque te han puesto un chiste. A eso creo que le llaman la brecha digital, a hacer de gente normal borreguitos adictos a los pantallazos. Al perro que le den, afectivamente (con a).

Me encantó la frase de Janet Vicent que comparto con ustedes cuatro, cifra de lectores que mi hijo calcula leen esto: «Cuanto más vacía está tu vida, más la llenas con el móvil». Pues eso.