Ahora que empezamos a tener atascos de gran ciudad, que circular por el puente, antes nuevo, es una aventura diaria y ejercicio de paciencia; ahora, podíamos empezar a parecernos a una histórica ciudad romana y tomarnos en serio la Mérida arqueológica y, consecuentemente, turística. Porque el turismo es desde que yo era chico, ya han pasado 50 años, ese potencial que tras el fracaso industrial haría próspera a Mérida. Y siempre lo será. Es patético ir al teatro romano y pisar esos pedazos de adoquines de cantera, brutos y bruscos para, trastabillado, ir a parar a la mal llamada plaza Xirgu (prefiero VII Sillas o Chen) y encontrarte con el suelo rajado, agrietado y más inestable que el process. Es tercermundista la tela metálica oxidada que delimita la casa del anfiteatro, un cerramiento-alambrada modelo biafra.

No sé de quién será la culpa, ni importa ahora, pero algo habrá que hacer porque entre todos la pisamos y Mérida sola se hundió. Este emeritense de barriada reivindica una Mérida amable, en la que la arqueología esté de moda con sus objetos, sus paisajes y eso que nuestros arqueólogos son capaces de investigar con ellos. Pero de poco nos sirven objetos, piedras y paisajes si no los humanizamos; caramba, que lo más importante en arqueología son las personas, las que vivieron entonces y las que ahora vienen a verlo. A verlo si es de día, porque de noche somos una ciudad oscura y con poca luz. ¿Lo hacen por ahorrar?

Si no les hacemos una Mérida cómoda y agradable estamos perdidos, no acabarán de decidirse sobre si vale la pena volver a la bimilenaria (y dormir en ella). A mí me gusta la vida contemplativa emeritense, por eso me aposto en mis bares y contemplo calmado el paisaje y lo que por él transita. Pero hay días que en vez de disfrutar Mérida es preferible recurrir a grandes inventos de la humanidad: siesta, cojín y sofá.