El sábado es por tradición, y por lógica, el día más fuerte de la feria, y tampoco decepcionó en esta ocasión. La jornada invitaba el cuerpo a jarana, porque pese al calor, una tímidas nubes que iban y venían dieron la sensación del que se estaba algo más fresco que en días anteriores.

Así, mientras lució el sol el centro de la ciudad asumió el protagonismo festivo, y calles y plazas vivieron un continuo ir y venir de feriantes con ganas de aprovechar el segundo tramo de las fiestas. Charangas y pasacalles ponían la música y el color a la juerga.

Horas de caña y rebujito, de picar algo y moverse a otro lugar, de conversar, de lucir el moreno trabajosamente ganado semanas atrás y de dejarse llevar.

Con la caída de la tarde se instaló una engañosa sensación de tranquilidad, y parecía que sólo algunos lugares del ferial permanecían activos. Todo era un sueño, el sueño precisamente de los que habían ido a dar una cabezada para renovar bríos cara a la noche.

Todo ocurrió como estaba previsto. Primero, al caer la noche, aparecieron las familias al completo, ya que había que rendir visita obligada por los más pequeños a los cacharritos , que no daban abasto.

Luego empezó la verdadera marabunta. A los miles de emeritenses se les unieron no menos foráneos dispuestos a disfrutar de la feria capitalina en todo su esplendor.

Ahora tocaba sufrir la avalancha a los camareros, asaltados por sedientos tras la aventura de encontrar un hueco para dejar el coche. Siguió la música, el baile, la fiesta. Para los más prudentes, la jornada se prolongó hasta la madrugada y hoy los cuerpos lo agradecerán. Para los menos prudentes o más resistentes, el sol fue otro foco más de la pista de baile bajo el que ensayar pasos ya no muy elegantes a esas alturas.