Mis nietos quieren que tome un avión y que les lleve al palacio de Oriente para hablar con el rey Baltasar, que es su preferido, aunque hace unos días me comentaba Carlos, con sus cuatro años, que se había ´apuntado´ a Melchor y que tenía que hacerlo pronto porque había cola. Era tremenda.

Fernando, de dos años, sólo sabe que una bicicleta caerá en casa del abuelo y no quiere más líos. Le da lo mismo un rey que otro. Mira y se rie y al de al lado le da una patada porque le da la real gana.

La noche de Reyes es todo un mundo para los pequeños. Ven a los Reyes Magos en la nube, montando sus camellos por la Vía Láctea y de vez en cuando hasta toman el trineo como Papa Noel. El lío que tienen de uno y otro es descomunal; lo que ocurre, porque los críos son más listos que el hambre, es que les conviene ambos, uno para la noche de Navidad y el otro para la noche de Reyes. Para verlos hay que ponerse en cola. Todos hacen la promesa de ser buenos. La noche la pasan pegando botes en la cama, nerviosos y más que la ilusión, porque lo niños de hoy tiene de todo, es la sorpresa de lo que le van a traer. Escriben la carta y saben muy bien que sus padres se encargarán de que los reyes le traigan lo que han pedido, por lo tanto, la sorpresa es relativa. Y si cambia algo de lo que tienen en mente, te montan un ´cirio´ que se oye en la Corte Celestial. Si hay algo más, y como los Reyes van como España, ´muy bien´, encuentran reyes en casa de los abuelos, tíos y algún vecino.

Ilusión, lo que se llama ilusión, la tuvimos nosotros, que nos teníamos que imaginar a los Reyes porque no los veíamos. No había carta, ni peticiones. Lo que te trajeran era bien recibido: la cartera que te ponías en la espalda, el cabá, la caja de mazapán, los soldaditos de plomo, la caja de lapiceros, el mecano, la arquitectura, el caballo de cartón y poco más, era todo el escaparate que te ofrecían entonces; pero ilusión, toda la del mundo. Irene es un ángel del rey tocando palmitas.