El abono del Servicio Extremeño de Salud (SES) que me saqué contemplaba paso por quirófano (desnudo como vine al mundo), estancia en planta, rehabilitación y ambulancia. Todo aliñado con unas azafatas que quitaban el hipo, la sonda, el gotero y la tristeza (con o sin anestesia). El valor de la sanidad pública extremeña lo he comprendido mejor desde que tengo un hijo en México (por amor) y otro en Bristol (por necesidad, aquí no encontraba trabajo); en uno y otro lugar yo estaría ya cojo total como Perry Mason (Ironside) pues para sufragar las prótesis me embargaría el resto de mi vida (y de la otra, aventuro).

Vaya por delante que si alguien me pregunta (como Napoleón a sus generales): ¿Has tenido suerte? Yo le contestaría sin dudar: En el hospital, sí. Me ha debido de tocar lo mejorcito (tocar en todas sus acepciones), desde trauma hasta ambulancia, por eso hoy me place contarles lo buena gente que son quienes trabajan en la ambulancias extremeñas, porque la eficacia de un trabajo está en lo grande y en lo pequeño, en el bienhacer las cosas que parecen menores, con la agradable rutina del borrico de noria (esta metáfora es para mayores de sesenta años), es decir hacer siempre lo mismo pero con honradez (con amor, caramba) porque si el borrico no tiraba, el agua no salía y a tomar por seco el huerto.

Si un insigne cirujano te opera estupendamente, pero cuando te dan el alta la ambulancia no te lleva a casa en condiciones... Uff! Cambia tu valoración del hospital, de los médicos y, sobre todo, del Servicio Extremño de Salud. Yo he visto, con mis propios ojos, cómo el profesional de la ambulancia atendía con mimo al anciano del asilo, esperaba con paciencia a quien se retrasaba y entraba en rehabilitación para recogernos, es decir, hacen cosas más allá de lo que su trabajo comprende. ¡Bravo por las ambulancias!